PERROS

Una perra viva yacía sobre la nieve mojada cerca del templo, mientras los feligreses simplemente pasaban de largo

La perra estaba tumbada cerca del antiguo templo de piedra, hecha un ovillo al pie de las escaleras. Su respiración era débil y sus ojos seguían tenuemente a los transeúntes. Las personas salían después del servicio, apuradas por sus asuntos, y nadie se detenía a mirar al animal.

Aquel día hacía un frío especialmente intenso. La nieve mojada se mezclaba con el barro, traspasando su pelaje fino. La perra temblaba, pero no se movía, como si aceptara su destino. Su pelaje, que alguna vez fue blanco, estaba cubierto de manchas de barro, y en su costado se veía una herida fresca. Parecía que esperaba… ¿pero qué?

Pasaron minutos, horas. Cerró los ojos, perdiendo fuerzas, hasta que oyó una voz suave:

— Pobrecita… ¿estás viva?

Sobre ella se inclinó una joven con una larga bufanda que cubría su rostro del viento. Se llamaba Ana. Se detuvo cuando notó el cuerpo inmóvil de la perra, a diferencia de decenas de otras personas que habían pasado de largo. La mujer tocó con cuidado el pelaje mojado y la perra gimió suavemente, como respondiendo.

Ana miró alrededor. La gente seguía pasando, nadie se interesaba por el destino de esa criatura sin hogar. Entonces, con decisión, se quitó su cálida bufanda y la cubrió con cuidado.

— Aguanta, querida, te ayudaré, — susurró.

Sin dudarlo, Ana sacó su teléfono y marcó el número de la clínica veterinaria. La voz al otro lado del auricular informó que la ambulancia más cercana podría llegar en una hora. Pero la perra no tenía esa hora.

— Está bien, la llevaré yo misma, — dijo firmemente.

No sabía de dónde le había venido esa determinación. Nunca había tenido mascotas y le tenía miedo a los perros desde niña. Pero algo dentro de ella le decía que no debía pasar de largo en ese momento.

Levantando el cuerpo débil, Ana sintió cómo la perra gimoteaba suavemente, acurrucándose contra ella. Fue una señal de confianza. Cuidadosamente, la llevó hacia su coche, rezando mentalmente para no llegar tarde.

El camino a la clínica parecía eterno. El veterinario, un anciano de ojos bondadosos, examinó rápidamente al animal.

— Está desnutrida y tiene una herida en el costado. Pero vivirá, — dijo, administrando una inyección. — Hiciste bien en traerla. Un par de horas más y no se habría salvado.

Ana exhaló con alivio. Miró a la perra, que ahora yacía sobre la mesa cálida, moviendo débilmente la cola. Sus ojos ya no estaban vacíos.

— ¿Cómo se llama? — preguntó el médico.

Ana reflexionó. Esta perra probablemente no tenía nombre. Era solo una olvidada, sin necesidad para nadie… pero ya no.

— Leticia, — dijo de repente. — Que sea feliz.

El tratamiento duró varias semanas. Durante ese tiempo, Ana visitaba a Leticia todos los días, llevándole comida, hablándole. La perra poco a poco recuperaba sus fuerzas y se acostumbraba a la nueva atención.

Cuando llegó el momento de recogerla, Ana se dio cuenta: no podía volver a dejar a Leticia en la calle.

Sentadas en casa sobre la alfombra cálida, Leticia movía la cola felizmente, mirando a Ana con gratitud. Hasta hace poco, su vida pendía de un hilo, pero ahora tenía un hogar, alguien que la amaba y una segunda oportunidad de vida.

Ana sonrió, acariciándola en la cabeza. “Ya no estás sola”, pensó. Y eso era verdad.

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