Una bandada de cisnes se congelaba en el estanque, y todos pasaban de largo. Pero solo una persona no pudo quedarse al margen
Cuando la helada mañana pintó los alrededores de tonos gris azulados y silenciosos, solo unos pocos habitantes del pequeño pueblo se atrevieron a salir a la calle. Parecía que el mundo entero se había detenido, esperando otra ráfaga de viento y nuevas nevadas. Pero algo en ese silencio atraía la atención especial de aquellos que caminaban por el sendero a lo largo del estanque: una bandada de cisnes, enormes aves blancas, permanecía inmóvil sobre el hielo, rodeada de traicioneros fragmentos de agua congelada.
Sus elegantes cuellos estaban pegados al cuerpo, las alas colgaban languidecidas. Parecía que los cisnes habían caído en un estado de estupor, ya fuera por el frío o por el shock, incapaces de volar o al menos nadar hacia el agua abierta. Tales escenas a veces ocurren en inviernos severos, cuando el agua se congela tan rápido que incluso aves fuertes quedan atrapadas. Los transeúntes notaban este panorama triste, pero solo se encogían de hombros y se apresuraban a continuar con sus asuntos, metiendo las manos en los bolsillos y esperando que la naturaleza resolviera el problema por sí sola.
Sin embargo, ese día, una persona se detuvo al borde del hielo, incapaz de seguir adelante. Se llamaba Oliver, un hombre de unos cuarenta años que vivía cerca. Conocía esos lugares de memoria, ya que cada mañana corría a lo largo del estanque para despejar la mente y mantenerse en forma. Ahora, al ver cómo los majestuosos cisnes se convertían en solitarias figuras blancas en medio de un campo helado, sintió una oleada de desesperación y determinación al mismo tiempo.
El corazón de Oliver, acostumbrado al ritmo constante de las carreras matutinas, ahora latía en su garganta. No podía entender por qué los demás solo echaban un vistazo a las aves congeladas y se iban. “¿Cómo se puede permitir que mueran?” se preguntaba a sí mismo, mirando a los raros transeúntes que desaparecían indiferentes tras la curva. Recordando a su padre, que una vez le dijo: “Si puedes ayudar, ayuda”, Oliver se quitó la cálida bufanda, y llamó a la estación de bomberos y al servicio de protección de animales. Pero hasta que llegaran los especialistas, podían pasar horas, y los cisnes podrían no sobrevivir esos tortuosos minutos.
Sin pensarlo mucho, corrió hacia el viejo cobertizo de pescadores que estaba a unos metros de la orilla. Allí, Oliver encontró una larga pértiga y se ató con fuerza una cuerda alrededor de su cintura, que los pescadores locales usaban para las barcas. El viento nevado quemaba su rostro, y su respiración se congelaba al instante en la bufanda, pero Oliver no tenía tiempo para dudar. Pisó el hielo con cautela, temiendo que no pudiera soportarlo y se rompiera. Cada paso resonaba con un ruido ensordecedor en sus sienes, y los cisnes lo miraban con ojos tristes y opacos, como si silenciosamente pidieran ayuda.
Con dificultad superando las ráfagas de viento, Oliver se acercaba cada vez más a las aves. Empezó a sacar del hielo a un cisne, ayudándolo a liberar sus patas de la línea de agua congelada. El ave batía sus alas, asustada por el hombre, pero aún así cedía y se dejaba tirar hacia el trozo de superficie libre. Luego Oliver ayudó al siguiente y al siguiente. Parecía que estaba trabajando al límite de sus fuerzas, pero no podía detenerse. El frío perforaba sus manos, los fragmentos de hielo herían sus palmas. Su espalda se tensaba por el esfuerzo, pero en su mente sólo resonaba un pensamiento: “¡Solo tengo que llegar a tiempo!”
No se dio cuenta de que llegaron los camiones de bomberos y los miembros del equipo de rescate, listos para continuar con la difícil operación. Pronto llegaron los voluntarios con mantas calientes. Personas con chaquetas brillantes rodeaban ahora a los cisnes, los trasladaban a lugares descongelados y quitaban el hielo de sus plumas. Oliver, mareado por el cansancio, se arrodilló en la nieve y no podía apartar la vista de aquellos a quienes acababa de salvar. Los cisnes, aún aturdidos, intentaban extender sus alas, con dificultad se levantaban y miraban a su alrededor como si no creyeran que estuvieran libres.
Poco a poco, quedó claro que casi todas las aves sobrevivieron y apenas sufrieron de hipotermia. Las calentaron, algunas fueron transferidas cuidadosamente a una clínica veterinaria para revisar cualquier lesión. A Oliver le pasaron un termo con té caliente, y finalmente se relajó, sintiendo cómo las lágrimas asomaban en sus ojos, ya fuera de alegría o de un exceso de emociones. En su interior, sentía orgullo por su determinación y al mismo tiempo gratitud hacia todos los que acudieron al rescate.
Mientras los especialistas se ocupaban de las últimas aves que quedaban en el hielo, Oliver se fue hacia un abedul, cerró los ojos por el cansancio y se dio cuenta de que precisamente allí, en ese rincón desapercibido, ocurrió un pequeño milagro. Se sintió increíblemente cálido al saber que en un mundo tan frío había personas capaces de apoyar su acción. Pensó: “Si al menos una vez no pasamos de largo una desgracia ajena, puede salvar no solo a aquellos a quienes ayudamos, sino también a nosotros mismos del desprecio, que mata mucho más que el frío”.
Más tarde, los transeúntes no dejaron de escuchar esta historia: cómo una persona no dudó en arriesgarse sobre el hielo delgado por una bandada de cisnes. Y cada vez en estas historias sonaba gratitud. Porque fue precisamente la chispa de compasión de una persona la que encendió una llama de participación colectiva, capaz de producir verdaderos, aunque pequeños, milagros, devolviendo la vida a aquellos lugares donde parecía que el silencio helado ya reinaba.