HISTORIAS DE INTERÉS

Un voluntario en un bote navegó por las calles inundadas toda la noche para alimentar a los animales abandonados

El crepúsculo vespertino cayó sobre la ciudad rápidamente, como un manto oscuro que ocultaba a la vista las casas desiertas y la basura esparcida por las calles. Pero ningún manto podía esconder lo que sucedía bajo la superficie del agua burbujeante: el río desbordado había engullido barrios enteros, algunas luces de calle solitarias se ahogaban en la corriente turbia, y en los techos y balcones, animales abandonados lloriqueaban pidiendo ayuda. La ciudad necesitaba ayuda, pero no todos se atrevían a salir por la noche a enfrentar este hostil mundo acuático.

Sin embargo, Lucas, un voluntario de treinta años con una inquebrantable determinación en los ojos, estaba listo para hacer lo imposible. Sabía que en las calles inundadas quedaban animales sin hogar y mascotas que, en el apresurado proceso de evacuación, no pudieron o no quisieron ser llevadas por sus dueños. Él mismo había vivido una catástrofe similar en su infancia y nunca pudo olvidar cómo los rescatistas sacaron a su gato del hogar inundado. Desde entonces, se prometió que si alguna vez surgía el peligro, intentaría dar una mano amiga a aquellos que carecían de la bondad humana.

Esa noche, a pesar del cansancio tras largas jornadas de rescate durante el día, Lucas lanzó al agua una pequeña lancha a motor y se aprovisionó de numerosos paquetes de comida y medicamentos. Renunció al sueño, decidido a pasar toda la noche buscando animales abandonados. A la luz de una linterna parpadeante instalada en la proa del bote, Lucas avanzaba lentamente a lo largo de los edificios inundados, atento al más mínimo sonido. Cada ladrido apagado o maullido lastimero resonaban en su interior como una ola cálida de compasión.

En la primera intersección, donde alguna vez había un quiosco-cafetería, Lucas notó un perro que se sostenía en una estrecha saliente de cemento, emergiendo del agua. El perro estaba empapado hasta los huesos, temblando y apenas podía hacer un sonido. Agradecido de no haber pasado de largo, el voluntario se acercó y le ofreció al animal un trozo de pan y comida seca. El perro devoró con avidez la comida y lucía tan demacrado que a Lucas le resultaba insoportable verlo. Cuando el perro terminó de comer, tambaleándose, apenas logró subir al bote, como diciendo: «Confío en ti».

Un par de horas después, a lo largo de la avenida desierta, Lucas escuchó un prolongado maullido. Bajo la parada de autobús iluminada por la luna, vio movimiento y decidió revisar. Resultó ser una gata con dos gatitos aferrados a ella. El agua ya se acercaba a sus patas, y pronto sería demasiado tarde. Percibiendo la presencia de un extraño, la gata siseó, protegiendo a sus crías, pero en cuanto Lucas mostró las bolsas de comida, bajó la guardia. Así, con cuidado y lentamente, logró llevar a la madre gata y a sus cachorros a la lancha, envolviendo a los pequeños en una manta para protegerlos del viento frío.

Cuanto más se adentraba Lucas en las calles inundadas, más claro se hacía el sentimiento de amargura en su corazón: las casas estaban vacías, como conchas sin perlas. Los residentes las habían abandonado apresuradamente, salvándose a sí mismos y a sus seres queridos, pero a menudo olvidando a aquellos que eran miembros silenciosos de la familia. A lo largo del camino, Lucas encontró repetidamente animales atrapados por el desastre: en el balcón de un antiguo edificio de cinco pisos o en un garaje semi derrumbado. Algunos estaban mordidos, heridos o desnutridos. Repartía comida, los acomodaba en mantas cálidas, tanto como el espacio del bote lo permitía. Él mismo sentía cómo se le agotaban las fuerzas, toda la noche sin cerrar los ojos, impulsado únicamente por su entusiasmo.

Cerca del amanecer, el voluntario llegó a las afueras de la ciudad, donde el agua era algo menos profunda, y su bote de repente se atascó entre los escombros de estructuras callejeras. El motor se detuvo, y alrededor reinaba un silencio sepulcral. Junto a él, en el bote, estaban el perro y varios gatos, y Lucas hizo todo lo posible para liberar la embarcación. Después de varios tirones desesperados, lo logró; el bote volvió a moverse con rumbo al refugio temporal que habían habilitado los rescatistas cerca de la carretera restante.

Cuando los primeros rayos del sol tocaron el horizonte, Lucas finalmente llegó a la orilla. Entre los voluntarios que lo recibieron estaba una joven llamada Amy, una veterinaria que observaba con admiración cómo uno a uno los animales rescatados saltaban del bote. El perro que salvó de la saliente de cemento ya movía la cola con entusiasmo, como si comprendiera que ahora todo iba a estar bien. La gata abrazaba a sus cachorros, manteniéndolos resguardados en la manta. Todos miraban a Lucas con gratitud, aunque no podían expresarlo con palabras.

Lucas, tambaleándose de cansancio, con alivio se dejó caer de rodillas sobre el suelo húmedo. Sintió que una mano se posaba sobre sus hombros: era uno de los rescatistas, que le dijo suavemente: «Has hecho lo imposible». Y Lucas, sintiendo en su pecho una oleada de emociones, miró a esos animales cansados y pensó: «No hay nada imposible cuando sabes por qué luchas».

A veces, solo una persona que se atreve a poner la vida de otros por encima de su propia noche cómoda se convierte en un salvavidas para decenas de criaturas indefensas. Y esa noche, pasada en un bote entre calles inundadas, quedó grabada para siempre como la prueba viva de que la simple humanidad y bondad pueden iluminar incluso la oscuridad más profunda.

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