Un nieto tiró accidentalmente una cajita de su abuela… Pero lo que había dentro no se podía perder…
Esa noche ya me iba a acostar cuando alguien llamó a la puerta. Abro — y ahí está nuestra vecina anciana, apoyada en muletas, lágrimas en los ojos.
— Querida, ayúdame, — dice con voz temblorosa. — Tengo un problema…
Resulta que su nieto la había visitado. Le ayudó con las tareas del hogar, comió, y al irse, le ofreció sacar la basura. Ella se alegró, le dio una bolsa y le agradeció… Pero él, sin saberlo, tiró la cajita donde guardaba dinero junto con la basura.
— Todos mis ahorros, — repetía ella. — Y la foto de mi difunto esposo estaba ahí. Y las joyas.
No pude dejarla así. Bajamos juntas — yo, ella, las muletas, una linterna de teléfono y cinco contenedores de basura. Noche, oscuro, la gente pasa, y estoy ahí al lado del contenedor pensando: «Vaya a lo que he llegado — revolviendo basura». Pero luego la miro — pequeña, encorvada, toda temblorosa, labios trémulos, ojos vacíos. Y me dio vergüenza por ese pensamiento.
Me arremangué, abrí un contenedor, luego otro. El olor — terrible, pero a mí no me importaba. La vecina estaba junto a mí, susurrando:
— Dios mío, ayúdame… que lo encuentren, por favor.
Y ahí, en uno de los contenedores, casi en el fondo, bajo un cartón veo una vieja cajita, envuelta con una cinta pálida.
— Creo que es esta, — dije.
Ella se acercó, casi cayó, agarró la caja, la apretó contra su pecho y rompió a llorar. No solo eran lágrimas — es como si todo dentro de ella se hubiera liberado de golpe.
— Todo lo que tenía, — dijo entre sollozos. — No es solo por el dinero… ahí está la foto de mi difunto esposo. Su foto. Una nota. Las joyas que él me regaló. Todo lo que queda de él.
Nos quedamos ahí, junto al contenedor, ella lloraba, y yo no sabía qué decir. En esos momentos las palabras sobran. Solo quería abrazarla.
Después la acompañé a casa, la ayudé a subir las escaleras. En el apartamento olía a vejez, mermelada y algo cálido, familiar. Puso la cajita sobre la mesa, se sentó junto a mí y de repente me miró con otros ojos — tranquilos, como si todo se hubiera acomodado dentro de ella.
— Gracias, — me dijo. — Pensé que lo había perdido todo. Y tú me devolviste la vida.
Al día siguiente me trajo un pequeño jarrón y me dijo:
— Que esté contigo. Para que no se olvide la bondad.
Ese jarrón sigue conmigo. Cuando lo miro, recuerdo aquella noche, los contenedores de basura y la anciana apretando contra su pecho la caja que contenía todo su pasado.
Y entonces entendí algo simple — a veces no solo ayudamos a las personas a recuperar cosas. Les devolvemos la esperanza, la memoria, un trocito de corazón que ya consideraban perdido.
Y ahora a menudo pienso: ¿cuántas de esas «cajitas» pasamos de largo cada día — sin darnos cuenta de que para alguien es toda su vida?