Un anciano vivía en una casa medio derruida, negándose a abandonarla – esperaba el regreso de un amigo que había desaparecido hacía muchos años
La casa, situada en las afueras, estaba inclinada, con ventanas rotas y un techo que hacía tiempo había perdido su integridad. Los habitantes del pueblo le habían ofrecido a menudo a viejo Henri mudarse – con sus familiares, a un refugio, a cualquier lugar donde no estuviera solo en esa fría y ventosa vivienda. Pero él siempre se negaba. “Él volverá, y yo debo estar aquí”, – decía, y en su voz no había lugar para la duda.
Henri llevaba muchos años viviendo solo, pero en su momento tuvo un amigo – un perro llamado Bastien. Se encontraron por casualidad. Hace muchos años, en un día de invierno, Henri escuchó un leve gemido bajo el porche. Allí, en la nieve, acurrucado en forma de ovillo, estaba un cachorro – tembloroso, hambriento, con unos ojos llenos de miedo. Henri lo llevó a su casa, lo alimentó, lo calentó, y desde entonces se volvieron inseparables. Bastien era más que un simple perro – él era la razón de vivir para un hombre al que hacía tiempo nadie esperaba ni llamaba.
Los años pasaban, y Bastien siempre estaba al lado de Henri. Lo acompañaba al mercado, lo esperaba en el porche cuando regresaba de visitar a los vecinos, y por las noches se acostaba a sus pies, escuchando la suave voz de su dueño. Pero un día, durante un verano, el perro se fue – y nunca regresó. Henri lo buscó por todas partes. Preguntó a la gente, recorrió aldeas vecinas, dejó comida cerca de su casa, con la esperanza de que Bastien encontrara el camino de regreso. Pero parecía que se lo había tragado la tierra.
Desde entonces, pasaron muchos años, pero Henri nunca perdió la esperanza. Rechazaba abandonar su casa porque creía firmemente que algún día Bastien volvería, cansado, envejecido, pero encontraría el camino a casa. Y entonces él estaría esperándolo en el umbral, como lo había hecho durante todos esos años.
Los vecinos ya no intentaban persuadirlo para que se fuera. Le llevaban comida, lo ayudaban en lo que podían, pero nadie intentaba cambiar su decisión. Henri se había convertido en parte de ese lugar – tan viejo como su casa, tan inmutable como su fe.
Los años cobraban su precio. El invierno le resultaba cada vez más difícil, pero se mantenía firme. Una vez, en un día especialmente frío, salió lentamente al porche, miró hacia la calle, y por un instante creyó ver a lo lejos una figura oscura – una silueta que se parecía a quien había estado esperando durante tanto tiempo. Parpadeó, y la imagen desapareció. La nieve caía suavemente, cubriendo todo con un manto blanco. Henri sonrió – por primera vez en mucho tiempo. No tenía miedo porque sabía que había tenido razón, no había esperado en vano.
Unos días después, los vecinos lo encontraron sentado en el porche. Tenía los ojos cerrados y el rostro tranquilo. En sus manos sostenía un viejo collar de cuero desgastado – el mismo que una vez había pertenecido a Bastien.
Henri nunca abandonó su casa. Pero, tal vez, en algún otro lugar, en alguna otra realidad donde no existen el tiempo ni las distancias, finalmente se encontró con su amigo. Allí, donde los inviernos no son fríos, donde los pasos ya no resuenan en una casa vacía, y donde un viejo amigo siempre está cerca, esperando con alegría en el umbral.