HISTORIAS DE INTERÉS

Un anciano granjero todavía pone tres cubiertos en la mesa: cree que sus hijos, que murieron en la guerra, volverán

Cada tarde, en una pequeña casa de campo situada en el borde del pueblo, se prepara la mesa para cenar. Un mantel sencillo, vajilla blanca, una rebanada de pan fresco y un plato grande de sopa caliente. Parecería un escenario común, propio de una persona mayor que lleva una vida solitaria. Pero hay un detalle que distingue esta mesa de cientos de otras: en ella siempre hay tres cubiertos, no uno.

Louis, un granjero de cabellos grises, lleva muchos años viviendo una vida monótona, pero llena de significado. Se despierta con los primeros rayos del sol, sale al patio, alimenta a las gallinas, revisa el corral de las vacas, y pasa largos ratos mirando al cielo, como si estuviera recordando algo. Y por las noches, cuando la granja se sumerge en el silencio, pone la mesa para tres.

En el pueblo ya lo conocen bien y se han acostumbrado a este extraño ritual. Los vecinos pasan en silencio frente a su casa, respetando sus costumbres, aunque muchos aseguran haber visto su silueta en las ventanas: Louis sentado a la mesa, hablando en voz baja, como si alguien lo escuchara.

Pero hace mucho que no hay nadie para escuchar.

Hace muchos años, Louis tuvo dos hijos: Thierry y Paul. Crecieron en esa granja, ayudando a su padre desde el amanecer hasta el anochecer, corriendo descalzos por los campos, trepando sobre el heno en el granero. Era una vida feliz, aunque llena de trabajo duro. Pero aquel año, cuando el menor cumplió dieciocho, llegó la primera orden de reclutamiento. Poco después llegó la segunda, esta vez para su hijo mayor.

Se fueron a la guerra.

Louis nunca creyó del todo que pudieran llevárselos. Estaba parado en el umbral de su hogar cuando ellos partieron hacia la estación, tratando de memorizar sus rostros: el destello del sol en sus ojos, las sonrisas tensas que trataban de ocultar el miedo. Ellos prometieron volver. Juraron que todo saldría bien.

Pero las guerras raramente cumplen sus promesas.

Seis meses después llegó la primera carta. Luego la segunda. Y después… el silencio.

Cuando el cartero finalmente trajo dos sobres sellados, Louis no pudo abrirlos inmediatamente. Los sostuvo en sus manos, sintiendo cómo le temblaban los dedos, como si su cuerpo supiera lo que decían antes de leerlo.

No volverán.

Los vecinos contaban que Louis cambió mucho después de eso. No salió de su casa durante varios días y, cuando apareció nuevamente en el umbral, parecía que había envejecido una década. Siguió trabajando, cuidando de la granja, pero sus ojos ya no brillaban con aquella cálida chispa que tenían cuando sus hijos corrían por el patio.

Y una semana después, en el pueblo comenzó a correr el rumor de que Louis aún ponía tres cubiertos en la mesa.

–No lo supera –susurraban los vecinos–. Cree que algún día volverán.

Pasaron los años, pero nada cambió. Todas las noches, Louis prepara la mesa para tres. Retira la silla para Thierry, coloca un plato para Paul. A veces toma una cuchara y finge que ellos también están comiendo, que están sentados a su lado, bromeando, contando historias, riéndose de las agotadoras rutinas del día.

–Es solo costumbre –dice a quienes le preguntan.

Pero todos saben que no es una costumbre. Es esperanza.

A veces, después de la cena, Louis sale al patio y mira hacia el viejo camino que lleva al pueblo. Tal vez, en el fondo de su corazón, todavía espera que un día por ese sendero aparezcan dos figuras familiares. Tal vez sabe que eso es imposible, pero ellos prometieron regresar alguna vez.

Y mientras espera, seguirá poniendo tres cubiertos en la mesa. Porque para él, ellos aún están ahí. Y quizá haya algo profundamente luminoso en eso: en esa fe, en esas charlas silenciosas con las sombras del pasado.

Porque son los recuerdos los que hacen inmortales a las personas que amamos.

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