«Siempre me siento al lado de quien está solo» — una regla sencilla que cambió su vida
Oliver inventó esta regla aún en la escuela. No recordaba qué exactamente lo impulsó — quizás aquel almuerzo cuando se quedó solo en la mesa del comedor, o tal vez la niña con ojos tristes en un banco del patio escolar. En aquel entonces tenía diez años y de repente decidió: «Si veo a alguien solo, me sentaré a su lado». Así, sin más. Sin palabras. Sin razones.
Desde entonces, la regla permaneció con él.
En la universidad, a menudo se sentaba junto a quienes sostenían un café y miraban fijamente a un punto. En el parque — al lado de ancianos que parecían leer el periódico, pero más bien observaban las caras de los transeúntes. En el autobús — cerca de adolescentes con los ojos bajos y auriculares, que no los usaban para escuchar música, sino para no oír al mundo.
No hablaba mucho. No interrogaba. Simplemente estaba. A veces preguntaba: «¿Cómo va el día?» Otras veces solo asentía, para que la persona entendiera — que había sido notada.
Un día en un café, se sentó junto a un hombre en abrigo. Este lo miró con sorpresa, pero no dijo nada. Diez minutos después comenzaron a hablar. Veinte minutos después, se reían. Y una semana más tarde, aquel hombre, Heinrich, le dijo:
— Aquel día cambiaste mi día. Iba a irme no a casa. Y tú — simplemente te sentaste al lado. Como si supieras.
Oliver no sabía. Simplemente seguía su regla infantil.
A lo largo de los años, la regla se convirtió en parte de él mismo. No siempre salvaba a alguien. Pero cada vez sentía: la soledad se retira cuando estás cerca. Incluso si es por un minuto. Incluso si en silencio.
Una vez le contó sobre esta regla a una colega — y ella se sorprendió:
— ¿No te da miedo que te consideren raro?
— No, — respondió él. — Me da miedo que alguien esté esperando al menos una mirada. Y que no reciba ni eso.
A veces deseaba que alguien también se sentara con él. Simplemente así. Sin razón. A veces sucedía. En esos momentos, permanecía en silencio y agradecía internamente.
No se convirtió en héroe. No inventó nada grandioso. Simplemente fue aquel que se sentaba al lado. Y un día, en un banco del parque, donde se sentó junto a una mujer con un perro, ella de repente dijo:
— Mi esposo siempre hacía eso. Se sentaba al lado de los que estaban solos. Era su regla. Pensé que no quedaban más como él.
Oliver la miró y sonrió:
— Entonces, el mundo todavía sabe transmitir cosas importantes.
Y en ese momento comprendió: incluso la regla más simple puede cambiar vidas. No ruidosamente. No de inmediato. Pero de manera fiable. Un corazón a la vez.