“Prometo que seguiré tus consejos y haré todo para que nuestro matrimonio sea tan fuerte como tu larga vida.” Sus ojos brillaron de alegría y orgullo, y él entendió que había recibido la bendición más preciada.
Cuando Tomás era pequeño, pensaba que su abuela Emma era una hechicera. Ella sabía encontrar juguetes perdidos, hornear el pastel más delicioso con ingredientes simples, y sus historias lo llevaban a mundos asombrosos donde el bien siempre vencía al mal.
Ella era todo para él: los padres que perdió demasiado pronto, la amiga que siempre estaba ahí y la maestra que le enseñó a amar la vida.
Le entregó su vida, su juventud, su amor. Y cada vez que tenía miedo o tristeza, él sabía que sus manos lo abrazarían, que su voz suave lo calmaría y le ayudaría a entender que todo estaría bien. Le enseñó a no temer, a ser bondadoso y a creer que después de cada día difícil siempre llega uno luminoso.
Pasaron los años, y ahora él era un hombre adulto en el día de su boda. Ahora Tomás estaba rodeado de su familia, amigos, con la mujer que amaba y con sueños para el futuro.
Pero antes de dar ese paso hacia su nueva vida, sabía que había alguien que debía estar a su lado en ese momento especial. Alguien que lo había mirado con amor y orgullo cada día de su vida. Ese alguien era su abuela.
Emma ya estaba muy débil. Sus ojos se habían vuelto un poco más apagados, sus manos temblaban por el paso del tiempo, pero aún conservaban la misma fuerza con la que lo había apoyado toda su vida.
Él se acercó a ella, se sentó a su lado y tomó su mano suavemente, sintiendo el calor que siempre había sido su refugio. Los dedos envejecidos de ella tocaron suavemente su rostro, y él cerró los ojos para recordar ese momento para siempre.
Ella lo miró, y en su mirada él vio toda la vida que habían compartido: los años en los que ella lo consolaba tras los fracasos escolares, le ayudaba a superar sus miedos infantiles, celebraba sus primeros triunfos y se enorgullecía de cada logro. Ella lo miraba como si quisiera transmitir todo su amor con solo esa mirada. Y de repente, él entendió que no era solo una mirada: era su despedida.
“Tú has sido lo mejor que he tenido en esta vida”, susurró Emma, casi inaudible, pero él leyó sus palabras en sus labios. Eran palabras simples, pero penetraron en su corazón más profundamente que cualquier otra cosa que hubiera escuchado.
Quería decir tanto, agradecerle por todo, por toda la vida que ella le había dado, por el amor que era más fuerte que el tiempo. Pero sabía que las palabras no serían suficientes, y simplemente la miró a los ojos, incapaz de contener las lágrimas.
“Nunca te olvidaré, abuela”, susurró él, sintiendo que su voz temblaba. “Todo lo que he hecho y haré es gracias a ti. Estarás siempre conmigo, en cada uno de mis pasos, en cada una de mis sonrisas”.
Emma asintió levemente y esbozó una sonrisa suave. Ya no podía decir más, pero no necesitaba hacerlo. Ella sabía que Tomás entendía. Él había crecido, se había convertido en un hombre y ahora tenía su propia familia.
Su labor estaba concluida, pero su amor permanecería siempre en el corazón de él. Lo dejaba ir a esa nueva vida, sabiendo que siempre recordaría sus enseñanzas y su cariño.
Tomás besó suavemente su mano, sintiendo que a través de sus dedos pasaba algo más que un simple toque. Era una despedida, pero una despedida llena de amor, una despedida sin amargura, solo gratitud. Sabía que ese momento quedaría con él para siempre, como parte de su alma, como un amuleto que llevaría en su corazón.
El día de su boda encontró una nueva felicidad, pero también se despidió de su pasado, de quien fue para él la persona más cercana en el mundo. Estaba junto a su abuela, sintiendo que su vínculo permanecía inquebrantable, sin importar lo que sucediera.
El amor de ella era más fuerte que el tiempo, más fuerte que la distancia, y él sabía que ese amor lo acompañaría a donde fuera.
Al dirigirse hacia su novia, miró una última vez el rostro de su abuela: sonriente, cálido, lleno de amor. Sabía que algún día volverían a encontrarse, pero mientras tanto, viviría como ella le había enseñado: con bondad en el corazón, con gratitud por cada día y con la fuerza que ella le había transmitido.