Mi hijo de 8 años sugirió que organizáramos una sorpresa de cumpleaños para nuestra vecina solitaria, y cuando lo hicimos, no esperábamos esa reacción de ella…
A veces los niños sienten cosas que nosotros, los adultos, no notamos.
— Mamá, ¿la señora Émilie tiene a alguien? — preguntó mi hijo Henri mientras pasábamos por la vieja casa en la esquina.
— No lo sé, cariño. Creo que no, — respondí sin darle mucha importancia a su pregunta.
La señora Émilie había vivido en nuestra calle durante muchos años. Siempre amable, siempre callada, con un peinado gris y ordenado y ojos que ocultaban una tristeza no expresada. Los vecinos sabían que no tenía familia cerca, que sus hijos se habían ido hace mucho tiempo, y que había perdido a su esposo hace unos diez años.
Al día siguiente, Henri se me acercó de nuevo, esta vez con un brillo persistente en los ojos:
— Mamá, ¡pronto es su cumpleaños! La escuché decírselo a la vendedora en la tienda. ¿Podemos hacer algo por ella? Probablemente nunca lo celebra…
Sus palabras me llenaron de calidez. Sugerí hornear un pastel, Henri quiso dibujar una tarjeta. Escribió: «¡Feliz cumpleaños! Con cariño, Henri (y mamá también)». Luego insistió en comprar un pequeño ramo de flores de primavera.
En el cumpleaños de la señora Émilie, llamamos a su puerta. Ella abrió en bata y nos miró sorprendida:
— Buen día, señora Émilie, — comenzó Henri, extendiéndole la tarjeta. — Sabemos que hoy es su día especial… Pensamos que le agradaría.
Le entregué la caja con el pastel y el ramo. La señora Émilie se quedó en silencio. Sus manos temblaban.
— ¿Es… para mí? — susurró.
— Por supuesto, — sonrió Henri. — Usted es nuestra vecina.
Ella tomó la caja y inesperadamente rompió a llorar. Lágrimas genuinas — no de alegría, sino como si algo contenido durante mucho tiempo se liberara. No sabíamos qué hacer y simplemente nos quedamos allí. Y ella suspiró:
— Lo siento… Nadie me había regalado flores desde que mi esposo murió. Este es el primer cumpleaños en 12 años en el que alguien pensó en mí…
Nos quedamos a tomar el té. Henri le contó sobre su escuela, y ella — sobre cómo solía enseñar en la academia de música. En la pared colgaba una vieja foto en blanco y negro — una joven con un violonchelo. La misma señora Émilie que no conocíamos.
Desde entonces, la visitamos casi cada semana. Ella toca el piano para nosotros, y Henri dice que ahora tiene una «verdadera abuela en el vecindario».
A veces los gestos simples tienen un poder que subestimamos. Un pastel, una tarjeta y un poco de atención pueden devolverle a alguien el sentimiento de que no está solo. Y los niños… a menudo nos recuerdan lo sencillo que es ser amable.