Me echaron de casa porque no podía tener hijos. Pero la vida puso todo en su lugar
—Camille, entre nosotros todo ha terminado —dijo Romain con frialdad—. Quiero una familia de verdad. Hijos. Y tú no puedes dármelos. He presentado los papeles del divorcio. Tienes tres días para recoger tus cosas. Cuando te vayas, llámame. Mientras tanto, me quedaré en casa de mi madre, y después me mudaré al piso que estoy preparando para mi hijo y su madre. Sí, no te sorprendas, mi nueva pareja está embarazada. ¡Tres días, Camille!
Camille se quedó en silencio, de pie en medio del salón, como si el tiempo se hubiera detenido. Cinco años intentando ser madre. Tres pérdidas devastadoras. Y ahora, estas palabras. Ni siquiera había intentado suavizarlas. Todo era seco, cruel, como si ella fuera una maleta vieja de la que por fin se libraba.
Cuando la puerta se cerró tras Romain, Camille se desplomó en el sofá. En el piso no se oía nada. Solo el silencio, que dolía. ¿A dónde ir ahora? Antes de casarse vivía con su tía en Lyon, pero la tía había fallecido, y su primo había vendido el apartamento. Solo quedaba una opción: la casa de la abuela en el pueblo de Saint-Marain. Vacía, pero suya.
A la mañana siguiente, sin llamar, apareció en la puerta Carole —la madre de Romain. La misma que siempre la miraba como una inversión fallida.
—He venido a asegurarme de que no te lleves nada que no sea tuyo —dijo desde la entrada.
—No se preocupe, su cubertería de plata no me interesa —respondió Camille con calma.
—Qué atrevida te has vuelto. Ya se lo dije a Romain después del segundo aborto: “Con esta mujer no tendrás hijos”.
—Al menos tendrá un nieto. ¿Qué más puede desear?
—No de ti.
—Exactamente.
Carole recorría el piso como una inspectora, revisando, criticando, apuntando. Camille guardaba sus cosas en silencio. Pero entonces recordó algo importante: la figurita de porcelana en forma de gato, donde guardaba unos pendientes y un anillo de su madre. No tenían valor material, pero sí sentimental. Estaba en el balcón. Salió a buscarla, y justo entonces Carole gritó:
—¿Qué haces ahí? ¡Vamos, ya está anocheciendo!
La figurita seguía allí. Camille la tomó con cuidado, volvió al salón y dejó las llaves sobre la mesa.
—Eso es todo. Adiós. Y, ojalá, para siempre.
Antes de irse, pasó por la oficina para solicitar unas vacaciones. Técnicamente estaba de baja, pero necesitaba silencio.
—Sinceramente, sin ti todo esto se paraliza —dijo su jefe—. Pero lo entiendo. Mantén el contacto, ¿vale?
—Gracias. Necesito desconectar.
—¿Quieres ayuda con el alojamiento?
—Ya he decidido. Me voy a la casa de mi abuela en Saint-Marain.
La casa estaba vacía desde la muerte de su abuela. Un jardín pequeño, un viejo arce, margaritas silvestres. Camille no había estado allí en más de dos años. La última vez fue con Romain, para una barbacoa. Ahora, solo polvo y silencio. O no del todo: en la mesa había platos sucios, botellas de vino, envases de zumo.
Estaba lavando los platos cuando alguien llamó a la ventana.
—¿Está todo bien? —dijo una voz masculina.
En la puerta estaba un hombre desconocido.
—Perdone si la asusté. Soy su vecino. La vi llegar, después salía humo de la chimenea, pero no se movía nada. Temí que pasara algo.
—Gracias. Estoy bien.
—¿Es usted pariente de Romain? Él vino hace unas semanas con una mujer embarazada.
—Soy su casi exmujer. Y la casa es mía.
—Ah… Yo soy Paul. Estoy alquilando una casa cerca. También estoy divorciado. Si necesita ayuda, avíseme. Sé cambiar cerraduras.
—Justo lo que necesito. Mañana iré a comprar una.
—No gaste dinero. Yo me encargo. Le traeré una buena.
Pasaron dos semanas. Camille no quería volver a su vida anterior. El trabajo podía esperar. Romain no la llamó, solo envió la fecha del juicio. Mejor así.
Un sábado, Paul la invitó a dar un paseo hasta el río. Nada serio. Solo caminar. Regresaban al mediodía cuando vieron un coche negro frente a la casa. Camille lo reconoció de inmediato: era el de Romain.
Él intentaba abrir la puerta. Su acompañante —una mujer embarazada— esperaba al lado, visiblemente molesta. Camille se acercó.
—¿Qué haces en mi casa?
Romain se giró.
—¿Cambiaste la cerradura?
—¿Tú qué crees? Esta casa es mía. ¿Ya lo olvidaste?
—¡Dijo que era nuestra! —gritó la mujer.
—¿Y también te contó que tiene el carné de conducir caducado?
Romain se quedó sin palabras. Camille sonrió y tomó la mano de Paul.
—Cierra la puerta, por favor. Tenemos intrusos.
Romain tragó saliva, abrió la puerta del coche, metió a su pareja dentro y se marchó sin decir palabra.
—Le espera una vida… intensa —comentó Paul.
—Que la viva. Yo, por fin, estoy empezando la mía.
Cuatro años después.
Camille estaba en el supermercado cuando vio a Carole. Casi no la reconoció.
—¿Camille? ¡Estás… embarazada?
—Sí —respondió ella con una sonrisa, acariciándose el vientre—. Falta un mes.
—A Romain no le va bien. El niño nació con problemas. Su pareja lo dejó. Ahora cría solo al pequeño.
—Lo siento. Pero cada uno recoge lo que siembra.
—¿Y tú estás sola?
—No. Me esperan.
Carole se giró y vio a Paul, que tenía de la mano a una niña de unos tres años.
—¡Mamá! —gritó la niña y corrió hacia Camille.
Carole se quedó quieta, sin palabras.
Camille abrazó a su hija y al hombre que la había encontrado justo cuando ella pensaba que ya lo había perdido todo. Y pensó:
A veces, para ser madre y sentirte amada, hay que pasar por mucho. Pero al final, encuentras lo que de verdad es tuyo.