Mamá escribió una carta a su hijo no nacido, quien podría convertirse en su última oportunidad de felicidad
Ana estaba sentada en una habitación a media luz, iluminada solo por una lámpara de escritorio. Sus manos, temblorosas, sostenían un bolígrafo sobre una hoja de papel en blanco. Afuera, la nieve caía, tan silenciosa como el silencio en su apartamento. Treinta y seis años, tres abortos espontáneos a sus espaldas, y ahora un cuarto embarazo que los médicos llamaban extremadamente riesgoso. “Es su última oportunidad”, le dijo el ginecólogo la semana pasada con un tono en el que la compasión se mezclaba con una profesional indiferencia.
“Hola, mi pequeño”, finalmente escribió ella, y las palabras fluyeron sobre el papel, como si hubieran estado esperando ese momento durante años.
“Te escribo, aunque no sé si algún día nos conoceremos. Los médicos dicen que las probabilidades no son altas, pero te siento cada día más fuerte. Creces dentro de mí a pesar de todos los pronósticos, a pesar de las estadísticas y los manuales médicos.
Tu papá, Tomás, no sabe sobre esta carta. Tiene miedo de tener esperanzas después de todo lo que hemos tenido que pasar. Cada mañana me besa al despedirse y coloca su mano sobre mi vientre, pero en sus ojos veo miedo. Ambos recordamos los pasillos del hospital, las paredes blancas de las habitaciones y el vacío pesado e insoportable al que regresamos a casa tres veces.
Sabes, tu habitación ya está lista. Te ha estado esperando durante tres años, con paredes amarillo limón, sobre las cuales discutimos con papá durante un mes entero, con una cuna de madera que él mismo construyó, y un oso de peluche casi tan grande como yo, que tu abuela Carlota trajo de París. Nunca guardamos esas cosas. Se convirtieron en símbolo de nuestra esperanza.
Ayer cumplí treinta y seis años. Los médicos dijeron que si no es ahora, tal vez ya nunca. Mi cuerpo está cansado de luchar, pero mi corazón se niega a rendirse. Porque ya eres parte de nuestra familia, parte de mí. Cada uno de tus pequeños movimientos es como una promesa, cada latido que escucho en la ecografía, como un pequeño milagro.
Quiero que sepas: pase lo que pase, ya me has cambiado. Me has enseñado a apreciar cada segundo de la vida, cada respiración. Gracias a ti, he conocido lo que es el amor verdadero: incondicional, infinito, sin esperar nada a cambio.
Si el destino es bondadoso, y nos encontramos, te contaré esta historia cuando seas lo suficientemente grande para entender. Pero si no es así… que estas palabras queden aquí, en el papel, como testimonio de que fuiste amado incluso antes de tu primer aliento”.
Ana dejó el bolígrafo y presionó la carta contra su pecho. En ese momento sintió un leve movimiento bajo su corazón, un pequeño pero decidido empujón, como una respuesta a sus palabras.
Seis meses después, en la sala de maternidad del hospital, Tomás, con lágrimas en los ojos, sostenía a la pequeña Emilia en sus brazos, mientras Ana, agotada pero feliz, los observaba y pensaba en la carta guardada en la caja con las cosas del bebé. Una carta que seguramente mostrará a su hija cuando llegue el momento de contarle cuánto la esperaban.
A veces, la esperanza es más fuerte que el miedo, y el amor vence incluso a las estadísticas más duras.