HISTORIAS DE INTERÉS

Los vecinos estaban seguros de que en la casa abandonada no había nadie, hasta que escucharon voces de niños

La vieja casa en la esquina de la Calle de los Arces había estado vacía durante tres años. Allí vivió alguna vez la familia de Margaret, una anciana profesora de música, pero después de su muerte, los herederos nunca aparecieron. El jardín cubierto de maleza, las cortinas descoloridas y la pintura descascarillada en la fachada se habían convertido en una parte habitual del paisaje para los residentes locales. Nadie pensaba mucho en el destino del edificio abandonado — hasta que empezaron a suceder cosas extrañas.

Clara, una pensionista cuyas ventanas daban directamente a la casa, fue la primera en notar algo. Una noche le pareció ver una tenue luz en una de las habitaciones del segundo piso. «Probablemente, reflejos de los faros de los autos que pasan», pensó entonces. Pero unos días después, Benjamín, un adolescente que regresaba tarde de los entrenamientos, aseguraba haber escuchado voces infantiles amortiguadas provenientes de la casa.

Las personas de la calle comenzaron a mirar con recelo el edificio abandonado. Alguien sugirió que los adolescentes podrían estar usando el lugar para sus cuestionables diversiones. Otros pensaron que los sin hogar podrían haberse instalado allí. Emma, madre de dos hijos y activista local, decidió que era hora de llamar a la policía.

El oficial Lucas llegó al lugar exactamente al mediodía de un claro día de octubre. Escuchó cortésmente a los vecinos preocupados, pero en sus ojos se leía un leve escepticismo. «Lo verificaremos— prometió. — Aunque, probablemente, solo sean gatos callejeros».

Al rodear la casa, el policía notó una ventana del sótano ligeramente abierta. Al iluminar con una linterna el interior, vio rastros de una reciente presencia humana: una manta arrugada, latas vacías y colillas de velas. Con cuidado, entró y escuchó un ligero ruido arriba. Al subir la escalera crujiente, se detuvo en la puerta de una de las habitaciones, de donde provenía una voz suave.

Lo que vio hizo que su corazón se encogiera. En un rincón de la habitación semivacía, sentada sobre un montón de viejas mantas, había una joven. Su rostro mostraba el cansancio, pero en sus ojos había una serena dignidad. Junto a ella, dos niños — un niño de unos seis años y una niña de alrededor de cuatro — jugaban absortos con muñecas caseras hechas de trapos.

«Mi nombre es Sofía— dijo la mujer en voz baja al ver al policía. — Hace medio año perdimos nuestra casa por las deudas. Mi marido se fue, incapaz de soportar las dificultades. Intenté encontrar trabajo, pero con dos niños pequeños resultó casi imposible».

Ese mismo día, la historia de la familia de Sofía se difundió por todo el vecindario. Emma organizó de inmediato un alojamiento temporal en su casa de huéspedes. Lucas se puso en contacto con los servicios sociales. Esa misma noche, los hijos de Sofía cenaban caliente en una mesa de verdad, y no en el suelo de una casa abandonada.

Pero la historia no terminó ahí. Los vecinos, impresionados por cómo una verdadera tragedia humana se desarrollaba sin que alguien se diera cuenta, crearon un comité de ayuda. Tomás, un abogado local, ayudó a Sofía a tramitar los documentos para recibir una vivienda social. Clara se ofreció a cuidar a los niños mientras la joven madre trabajaba. Y la familia de Oliver le donó la ropa de la que sus propios hijos ya habían crecido.

Dos meses después, Sofía estaba en el umbral de un pequeño pero acogedor apartamento que le concedió la ciudad, sosteniendo de la mano a sus hijos. En sus ojos había lágrimas — no de desesperación, como antes, sino de esperanza.

«A veces solo necesitas ser escuchado, — le dijo a un reportero del periódico local, — incluso si tienes miedo de alzar la voz».

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