La mujer que cada día le escribe una postal al abuelo vecino para recordarle que es importante
María no lo notó de inmediato. Él vivía en el edificio contiguo, salía poco, siempre con el mismo abrigo con botones desgastados y un bastón que colocaba cuidadosamente junto a un banco. Se llamaba Arturo y, según los rumores, ya tenía más de ochenta años. No tenía hijos, su esposa había fallecido hace tiempo y ahora vivía solo en un apartamento con vistas a un patio que no había cambiado en años.
Un día, María lo vio parado largo rato frente a los buzones, abrió el suyo, miró dentro… y lo cerró de nuevo. Vacío. No esperaba facturas—esperaba atención.
Esa noche, María escribió la primera postal. Encontró una vieja con campos de lavanda y escribió meticulosamente:
“Buenos días, Arturo! El sol salió a las 8:17. Espero que lo hayas notado. Sonríele, seguro que te lo agradecerá.”
Sin firma. Simplemente la colocó y la deslizó en su buzón.
Al día siguiente —la segunda.
“En la tienda de la estación hay pan fresco. La abuela Clara dijo que ahora los bollos llevan canela. ¿Por qué no pasas a ver?”
Ella escribía todos los días. El clima, observaciones desde la ventana, pensamientos amables aleatorios, consejos para cuidar los geranios, poemas, incluso chistes. Sus mensajes eran sencillos, pero cada uno llevaba un pedacito de cuidado.
Después de una semana, Arturo empezó a salir al banco con más frecuencia. Dos semanas después, llevaba una postal en las manos, leyéndola en voz alta, como si intentara descifrar una sonrisa invisible entre líneas.
María lo hacía todo en silencio. Nadie sabía quién era el autor de estos mensajes. Y ella no necesitaba que lo supieran.
Un día, al pasar junto al banco, escuchó como Arturo le decía a un transeúnte:
— Sabes, ahora todos los días son un día festivo para mí. Alguien se acuerda de mí. Eso significa que aún estoy aquí.
Y María entendió: no era solo para él. También era para ella. Un recordatorio de lo fácil que es dar calor. Sin razón. Sin nombre. Simplemente porque es posible.
Transcurrieron seis meses. Las postales se habían convertido en una parte habitual de la vida. Y un día, Arturo escribió una respuesta —con letra irregular en una postal vieja:
“Gracias. Haces mis días más luminosos. No sé quién eres, pero eres mi amigo.”
María observó esas líneas por un largo tiempo. Luego sonrió. Porque sabía: la amistad no siempre comienza con un apretón de manos. A veces comienza con un sobre. Y continúa mientras haya un corazón dispuesto a recordarle a otro: eres importante. Eres necesario. No estás solo.