HISTORIAS DE INTERÉS

La abuela se sentaba todos los días en un banco cerca de la escuela, hasta que un día una niña se le acercó y le preguntó: “¿Está usted esperando a alguien?”

Cada día, puntualmente a las tres de la tarde, una anciana se acomodaba en un viejo banco de madera al lado del patio de la escuela. Llevaba consigo una bolsa tejida, de la cual a veces sacaba una manzana o un trozo de pan para las palomas. Permanecía en silencio, observando a los niños que salían corriendo por las puertas del colegio, y siempre su mirada se detenía en un punto fijo, como si aguardara algo o a alguien.

Los padres, al recoger a sus hijos, la veían allí, pero ninguno se atrevía a preguntarle por qué estaba allí. Año tras año la reconocían: en invierno, cuando la nieve se acumulaba suavemente sobre su pañuelo, y en primavera, cuando los primeros brotes asomaban entre las ramas de los árboles. Pero un día, una niña de ojos curiosos se le acercó tímidamente y preguntó:

– ¿Está usted esperando a alguien?

La mujer se giró lentamente y la miró. Sus ojos eran claros, bondadosos, pero en ellos se leía una profunda tristeza.

– En otro tiempo, sí, esperaba, – respondió en voz baja. – Ahora, sólo observo.

La niña frunció el ceño, confundida.

– ¿A quién?

– A mi nieto. Él estudió en esta escuela. Venía aquí todos los días para recogerlo. Luego creció, se mudó a otra ciudad. Pero yo me acostumbré tanto a este lugar que seguí viniendo.

La niña reflexionó por un momento. Sus padres siempre le decían que las personas no debían estar solas. Entonces, se sentó a su lado en el banco y dijo:

– Puede esperarme a mí. Yo estudio aquí.

La anciana sonrió. Desde aquel día, la niña se detenía todos los días frente al banco antes de irse a casa. Hablaban sobre la escuela, el clima, y sobre lo deliciosas que son las manzanas en otoño. Y aunque el nieto nunca regresó, la abuela nunca volvió a estar sola.

Los días pasaron. La niña se acostumbró a verla todos los días, y la abuela se convirtió en parte de su rutina escolar. Le contaba cómo eran las cosas antes, cómo de niña corría por esas mismas calles, cómo había esperado frente a esa escuela por su hijo primero y su nieto después. Recordaba cómo las cartas de antes solían ser eventos emocionantes, mientras que ahora los mensajes en el móvil no transmiten el mismo calor.

Un día de otoño, cuando los árboles se tiñeron de tonos amarillos y rojizos, la niña notó que el banco estaba vacío. Se acercó, miró a su alrededor, pero la abuela no estaba. Tampoco apareció al día siguiente. Una inquietud comenzó a llenar el pecho de la niña, que le preguntó a su madre:

– ¿Se puede encontrar a alguien si de repente ha desaparecido?

Su madre sólo la acarició el cabello y respondió:

– Quizás simplemente no pudo venir hoy.

Pero la abuela no apareció ni a la semana siguiente, ni al mes siguiente. La niña preguntó por ella a los profesores, a los vecinos – nadie sabía nada. Entonces decidió dejar una manzana en el banco, como un signo de que la recordaba. Durante varios días permaneció allí, intacta, pero un día desapareció.

En primavera, cuando la última nieve se derritió, la niña volvió al banco y encontró allí una nota. La caligrafía era torpe, pero reconocible:

“Gracias por esperarme. Ahora yo te espero donde siempre hace calor”.

La niña sostuvo la nota entre sus manos, sintiendo una ligera tristeza y un cálido adiós. Sabía que la abuela no volvería. Pero en su memoria quedó grabado para siempre el recuerdo de lo importante que es no dejar que las personas estén solas. Desde entonces, cada vez que pasaba por ese banco, sonreía – porque sabía que alguien, en algún momento, había esperado allí con amor.

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