HISTORIAS DE INTERÉS

Hoy cumplió 90 años, y nadie se acordó de él, ni sus hijos, ni sus nietos…

La mañana en el pequeño pueblo de casas de campo, donde las casitas se alinean ordenadamente junto a aceras impecables, resultó sorprendentemente tranquila. El sol apenas había surgido sobre los tejados cuando Lucas se levantó del sofá y cruzó la diminuta sala de estar para prepararse una taza de té. Sus pasos eran lentos, limitados por el tiempo y con un ligero temblor en las rodillas. Pero ese día sentía una emocionante expectativa, pues era su nonagésimo cumpleaños.

Se puso su mejor suéter, adornado con un patrón de hilos anaranjados. Fue precisamente con ese suéter que alguna vez recibió a los invitados cuando sus nietos lo visitaban durante las vacaciones. Y ahora, mirando su reflejo en el espejo del armario de la cocina, Lucas pensó en lo rápido que pasa el tiempo. Como si ayer esos mismos nietos corrieran por el patio, riendo y jugando alborotados a las escondidas. Y hoy… ¿dónde están?

El silencio en la casa era ensordecedor. En la mesa, un plato con galletas, que él había preparado la noche anterior, de repente decidiendo que alguien seguramente vendría a visitarlo. Pero el teléfono permanecía en silencio. El reloj en la pared marcaba indiferente los segundos: ocho… nueve… diez… Lucas caminó lentamente hacia la ventana, mirando la calle, esperando ver un coche conocido o al menos algunas siluetas familiares. Hace solo unos años, en este día, la casa vibraba con felicitaciones y risas. Sus hijos lo abrazaban con fuerza, y sus nietos levantaban las manos ofreciéndose a jugar al fútbol en el jardín.

Pero las familias, igual que los pájaros, vuelan: algunos se fueron a estudiar, otros a trabajar, y algunos tienen nuevas responsabilidades y problemas. Lucas entendía que nadie estaba obligado a estar siempre cerca. Pero hoy, en el día de su 90 cumpleaños, él seguía esperando. Esperaba como una madre espera a su hijo del ejército, como una chica enamorada espera a su amado en la estación por la noche.

Para el mediodía, la sensación de abandono se volvió más pesada. Temblando por un leve escalofrío, Lucas decidió dar un paseo por el jardín: sus viejos músculos se quejaban, y un extraño sentimiento de vacío lo consumía. Desde hace mucho tiempo que ya no crecen verduras en los parterres, él mismo no podía cuidarlos como antes. Un par de rosales secos y un manzano solitario guardaban las huellas de una vida que se estaba desvaneciendo. Recordó cómo solía celebrarse allí una fiesta: los niños corrían entre las ramas, recogiendo manzanas, y los nietos se reían de sus historias sobre “los años jóvenes”.

El día se prolongaba interminablemente. Cuando el sol comenzó a ponerse, Lucas regresó a la casa y colocó la tetera en la estufa. Bueno, nadie llamó, así que tampoco vendrán. Tal vez se olvidaron en medio de asuntos importantes. Quizás pensaron que era lo suficientemente adulto como para sobrellevar su cumpleaños en soledad. O tal vez creyeron que para un anciano no era tan importante. Trató de encontrar una justificación, pero en el fondo de su corazón comprendía: la gente pospone las reuniones, creyendo que todavía habrá tiempo por delante… Y el tiempo, como resultó, se escapa incluso más rápido de lo que esperábamos.

El golpe en la puerta al anochecer sonó tan inesperado que Lucas se sintió mareado por un momento. Rápidamente quitó la tetera del fuego y se dirigió al vestíbulo para abrir la puerta. En el umbral estaba su vecina, Amelia, una mujer de unos cuarenta años que se había mudado recientemente a ese vecindario. Llevaba en sus manos una pequeña caja, envuelta con una cinta festiva. “Buenas tardes, señor Lucas. Yo… eh… perdón por venir tan tarde, pero hoy es su cumpleaños, ¿verdad?” — dijo, ligeramente avergonzada.

El corazón de Lucas se conmovió: alguien se acordó. No sus hijos ni sus nietos, sino una mujer apenas conocida, que había visto su figura solitaria y comprendido lo que significa llegar a la vejez sin familia cerca. Él asintió en silencio, invitándola a entrar. Amelia puso la caja sobre la mesa. Dentro había una pequeña tarta con una vela y una tarjeta con una tímida inscripción “Feliz cumpleaños”. La mujer sonrió tímidamente: “Pensé que le gustaría”.

Lucas sintió que las lágrimas llenaban sus ojos, no de amargura, sino de una inesperada gratitud. Abrió cuidadosamente la caja, miró el pastel y se imaginó cómo en ese momento, en algún lugar lejano, sus nietos y sus hijos adultos estaban viviendo y respirando. Tal vez no tuvieron tiempo, o tal vez coraje para regresar, viendo lo que había envejecido su padre. Pero no quería seguir juzgando a nadie. Sí, no llamaron, tal vez olvidaron o simplemente no encontraron la fuerza. Pero él había encontrado en sí mismo la fuerza para seguir viviendo mientras su corazón todavía latía.

Cuando Amelia se fue, Lucas llevó la vela encendida a su rostro, sintió su tenue pero cálido resplandor y cerró los ojos. Las lágrimas finalmente rodaron por sus mejillas — por ese largo día había sentido una amarga soledad. Pero al final del día ocurrió un pequeño milagro: una persona extraña se acordó de él, y eso resultó más importante que todo lo que había tratado de convencerse por la mañana. La vela no ardió por mucho tiempo, pero su luz fue suficiente para derretir la oscuridad en el alma del anciano.

Así se quedó Lucas solo en su noventa cumpleaños, pero ya sin ese vacío abrumador. Comprendió que a veces basta con que alguien, aunque sea casi un extraño, muestre interés para encender una chispa de calidez y esperanza. Y aunque sus hijos y nietos no llegaron, la vida le regaló una lección silenciosa pero fuerte: nunca es tarde para encender en el hogar de alguien la luz, aunque sea con una pequeña vela.

Leave a Reply