En una estación abandonada, alguien enciende un fuego cada noche: los lugareños decidieron descubrir quién se esconde allí
La vieja estación de tren llevaba mucho tiempo en desuso. Los trenes no se detenían allí desde hacía más de diez años, y las vías estaban cubiertas de hierba. Durante el día, este lugar simplemente parecía abandonado, pero por la noche cobraba vida. En las ventanas del edificio principal parpadeaba una tenue luz, y alguien encendía una fogata cerca de la plataforma. Esto se repetía día tras día, y pronto los habitantes del pueblo comenzaron a debatir quién podía estar viviendo allí. Algunos hablaban de vagabundos, otros de fugitivos, pero nadie se atrevía a acercarse para comprobarlo.
Una noche, varios hombres decidieron descubrir la verdad. Armados con linternas y abrigos gruesos, esperaron a que cayera la noche y se dirigieron a la estación. Al acercarse, vieron una silueta sentada junto al fuego. Era un hombre de ropa desgastada, con cabello canoso y profundas arrugas en el rostro. No parecía asustado, ni intentó esconderse: solo levantó la mirada y dijo tranquilamente: “¿Han venido a saber qué hago aquí?”
Su nombre era Marcel. Contó que en tiempos pasados había trabajado allí, como jefe de la estación. Esa estación era su hogar, su vida. El día que anunciaron el cierre de la línea, perdió no solo su trabajo, sino también el lugar que amaba. Se fue, pero años después regresó: no pudo dejar sola a la estación. “Ella me espera, – dijo –, y yo no puedo abandonarla.”
Los lugareños lo escucharon en silencio. La historia de Marcel los conmovió. No pedía ayuda ni se quejaba. Simplemente vivía tal como creía que debía hacerlo, permaneciendo fiel a su pasado.
El invierno en esa región era duro. La gente temía que Marcel no resistiera el frío. Comenzaron a llevarle no solo comida, sino también leña, dejándolas al borde de la plataforma. Él no rechazaba lo que le dejaban, pero solo agradecía con un leve asentimiento. Sin embargo, una noche, cuando una fuerte tormenta de nieve azotó el pueblo, el fuego en la estación no se encendió. Durante dos días seguidos, los locales no vieron la habitual fogata, y una profunda preocupación los invadió. Un grupo decidió ir a la estación.
Encontraron a Marcel en una pequeña sala dentro del edificio. Estaba tendido en un viejo banco, cubierto con una manta delgada. El fuego en un barril de metal hacía mucho que se había apagado. Estaba vivo, pero apenas podía hablar. Sus manos temblaban por el frío y su respiración era débil. Los hombres lo levantaron con cuidado y lo llevaron al pueblo.
Durante varios días, Marcel se fue recuperando. Las mujeres del pueblo lo cuidaron, dándole sopa caliente. Cuando pudo hablar, pidió solo una cosa: “Por favor, devuélvanme a la estación”. Nadie se atrevió a contradecirlo. Tan pronto como estuvo lo suficientemente fuerte, lo acompañaron de regreso. Pero todo cambió esta vez: la gente no permitió que se quedara solo. Cada día alguien venía a ver si estaba bien.
La primavera trajo vientos cálidos. Marcel parecía más animado, pero en sus ojos aún se reflejaba el cansancio. Cada vez salía menos a encender el fuego y pasaba más tiempo sentado junto a la ventana, mirando las vías que no llevaban a ninguna parte. Una mañana, el fuego no se encendió nuevamente. Los lugareños fueron a la estación y lo encontraron donde solía pasar cada noche – junto a la ventana, con una leve sonrisa en el rostro. Había partido tranquilamente, en el lugar que nunca pudo olvidar.
Desde entonces, el fuego continúa encendiéndose cada noche en la estación. Ahora lo hacen los habitantes del pueblo, para que la memoria de Marcel nunca desaparezca. Para ellos, ya no era solo un anciano que vivía en un edificio abandonado. Se había convertido en un símbolo de fidelidad y amor por un lugar que, para alguien, significó toda su vida.