HISTORIAS DE INTERÉS

Ella escribía cartas a su hermano, que había desaparecido en el mar, y un día recibió una respuesta

Cuando el bote se volteó durante la tormenta, nadie creyó que alguien pudiera haber sobrevivido. Los rescatistas buscaron en las aguas por varios días, pero nunca encontraron ni una sola pista. Tomás desapareció, y su familia quedó con un dolor que parecía imposible de sanar. Especialmente su hermana Elisa.

Elisa era cinco años menor que Tomás, y toda su vida él no solo había sido su hermano, también su protector. Tras su desaparición, ella se negó durante mucho tiempo a creer en lo peor. Para lidiar con el dolor, comenzó a escribirle cartas. Al principio, solo vertía su dolor en el papel; luego empezó a contarle sobre su vida, como si él todavía estuviera cerca. Las cartas las guardaba en una caja de madera que colocaba sobre el tocador de su habitación.

Pasaron los años. La vida seguía, pero Elisa no dejaba de escribir. Sus cartas se hacían más largas, llenándose no solo de melancolía, sino también de esperanza y recuerdos de los días felices. Escribía sobre los atardeceres que habían visto juntos, sobre el olor del mar que le recordaba a él. Nadie sabía de este ritual suyo. Era su secreto, su manera de mantener vivo a su hermano en su memoria.

Escribir cartas se volvió una necesidad para ella. En los momentos de soledad, tomaba una hoja de papel, escribía unas pocas líneas y las colocaba cuidadosamente en la caja. A veces incluso caminaba hasta la orilla del mar, las leía en voz alta y se imaginaba que Tomás, en algún lugar más allá del horizonte, podía escuchar su voz. Esto la ayudaba a seguir adelante.

Un día, al volver a casa, encontró un sobre en el buzón sin remitente. Dentro había una carta. Era breve, pero con una caligrafía que le resultaba peligrosamente familiar:

“No pude escribir antes. Pero estoy vivo. Gracias por no olvidarme. Tomás.”

Las manos de Elisa temblaban. Leía la carta una y otra vez, sin poder creer lo que veía. ¿Cómo era posible? ¿Por qué había guardado silencio durante tantos años? ¿Dónde estaba? Las preguntas estallaban en su mente, pero había una cosa que sabía con certeza: él estaba vivo. Y ahora tenía esperanza de que algún día lo volvería a ver.

Pasó una semana, pero no llegaron más cartas. Elisa no podía simplemente esperar. Decidió escribir otra carta, pero esta vez no la colocó en la caja; la envió a la misma dirección que figuraba en el sobre. Dentro había una sola palabra: “¿Dónde estás?”

La respuesta llegó un mes después. Estaba escrita con la misma caligrafía que ella había reconocido desde su infancia:

“Perdona. No puedo decirte. Pero quiero que sepas que soy feliz. Me diste fuerzas para vivir. Gracias, Elisa.”

Ella apretó la carta contra su pecho, con lágrimas llenando sus ojos. Tomás estaba vivo. Quizás no sabía dónde exactamente, pero estaba donde él quería estar. No le pedía que lo esperara, no prometía regresar, pero ella sentía que sus cartas de alguna manera realmente lo habían alcanzado.

Y entonces lo entendió: ya no necesitaba escribir cartas llenas de tristeza. Tomó una nueva hoja de papel y escribió:

“Me alegra que estés vivo. Donde sea que estés, quiero que sepas que siempre te recordaré. Cuídate, hermano.”

Llevó la carta al mar, la sostuvo en sus manos y luego la soltó, dejando que el viento se la llevara lejos. En su rostro había una sonrisa, ligera, cálida, sin tristeza. Porque ahora sabía que su hermano no había desaparecido. Simplemente había elegido otro camino.

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