HISTORIAS DE INTERÉS

El hijo con su esposa echaron al anciano padre de su propia casa. El anciano ya se estaba congelando cuando de repente alguien tocó su rostro…

Roberto estaba sentado en un banco cubierto de nieve, temblando de frío. El viento calaba hasta los huesos, la nieve caía en grandes copos, y la noche parecía interminable. Miraba al vacío delante de él, sin entender cómo había sucedido que él, el dueño de la casa que había construido con sus propias manos, terminara en la calle.

Hace tan solo unas horas estaba dentro de su hogar, donde había vivido toda su vida. Pero su propio hijo, Tomás, lo miró fríamente y con distancia.

— Padre, Lisa y yo nos sentimos apretados aquí. Y tú ya no eres joven, te sentirás mejor en una residencia de ancianos o en algún cuarto de alquiler. Tienes tu pensión…

Lisa, la nuera, estaba a su lado asintiendo en silencio, como si todo fuera correcto y planeado.

— Pero… esta es mi casa… — la voz de Roberto temblaba, no por el frío, sino por la traición.

— Tú mismo firmaste todo a mi nombre, — dijo Tomás encogiéndose de hombros sin interés. — Tus documentos están firmados, padre.

Y entonces Roberto comprendió que se había quedado sin nada.

No discutió. Simplemente se fue.

Ahora estaba sentado en la oscuridad, envuelto en un viejo abrigo, pensando cómo había sucedido que había confiado en su hijo, lo había amado, criado, dado lo mejor, y al final se había vuelto innecesario.

Pero de repente sintió el toque de alguien.

Una cálida pata tocó suavemente su mano.

Delante de él estaba un perro: grande, peludo, de ojos amables. Lo miraba atentamente y luego se empujó suavemente con el hocico en su palma, como diciendo: “No estás solo”.

— ¿De dónde has salido, amigo? — susurró Roberto, apenas conteniendo las lágrimas.

El perro movió la cola y luego tomó con los dientes la orilla de su abrigo y tiró de él.

— ¿Qué haces? — se sorprendió él.

Pero el perro fue insistente. Roberto suspiró y decidió seguirlo.

Caminaron solo unas pocas calles cuando una puerta de casa se abrió delante de ellos, y en el umbral apareció una mujer.

— ¡Bruno! ¿Dónde has estado?!

Intentó regañar al perro, pero al ver al anciano temblando a su lado, se detuvo.

— Oh Dios… ¿Necesita ayuda?

Roberto quiso decir que todo estaba bien, pero solo salió de su garganta un sonido ahogado.

— ¡Está congelado! ¡Entre, rápido!

Ella lo tomó de la mano y lo guió hacia adentro.

Roberto se despertó en una habitación cálida. El aroma de café y bollos de vainilla llenaba el aire.

— Buenos días, — se oyó una voz.

Él se giró. La mujer que lo había salvado estaba de pie en la puerta con una bandeja.

— Soy Sophie, — se presentó ella. — ¿Y usted?

— Roberto…

— Bueno, Roberto, — sonrió ella, — mi perro Bruno rara vez trae a alguien a casa, así que ha tenido suerte.

Él sonrió.

— No sé cómo agradecerle…

— Cuénteme cómo es que terminó en la calle.

Roberto guardó silencio. Sin embargo, en los ojos de Sophie había tanta bondad que de repente lo contó todo. Sobre la casa, el hijo, la traición.

Cuando terminó, el silencio se prolongó un rato.

— Puede quedarse conmigo, — dijo de repente Sophie.

Roberto la miró.

— ¿Qué?

— Vivo sola, excepto por Bruno. Me falta alguien cercano. Y usted necesita un hogar.

— Yo… no sé qué decir…

— Simplemente diga “sí”, — ella sonrió.

Bruno meneó la cola y empujó con su húmedo hocico en su mano.

Y Roberto comprendió que había encontrado una nueva familia.

Al cabo de un par de meses, Sophie lo ayudó a acudir a los tribunales. Los documentos que Tomás le hizo firmar fueron declarados inválidos.

La casa volvió a él.

Pero él no volvió a ella.

— Ese lugar ya no es mío, — dijo Roberto en voz baja. — Se los dejaré a ellos.

— Y hace bien, — asintió Sophie. — Porque ahora tu hogar está aquí.

Roberto miró a Bruno, la acogedora cocina, a la mujer que le había dado calidez.

La vida no había terminado. Apenas comenzaba.

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