El gato que aún espera a su dueña, quien se fue al hospital hace un año
Se sienta en el alféizar cada noche. Mira fijamente a la calle vacía, sus ojos —amarillos como lámparas, brillan con una luz suave. Nadie le explicó a dónde se fue ella. Simplemente un día la dueña no regresó.
Hace un año.
Pero los gatos no saben lo que es un calendario. Tienen sus propias medidas de tiempo: el olor, el calor, el sonido de los pasos.
Y su olor todavía está. En la almohada. En la cálida manta sobre la silla. En la taza de la que bebía té. Y en el aire, que él huele todos los días, como tratando de captar los últimos vestigios de su presencia.
Él no llora. Los gatos no saben llorar, de manera humana. Pero en su silencio —está todo. Recorre el apartamento por las noches, cuidadosamente, como si temiera perturbar algo frágil. Se acerca a la puerta, se sienta. Tan silenciosamente, como si no quisiera asustar al retorno.
A veces le dejan comida. A veces vienen desconocidos, lo acarician, le hablan dulcemente: «¿Todavía estás aquí?». Y él mira de esa manera que solo los gatos saben hacer —con una sabiduría, casi una añoranza antigua, en la que se esconde la espera.
Él no se va. Incluso cuando la ventana está abierta. Incluso cuando lo llaman. Porque si ella regresa, y él no está —¿cómo va a encontrar ella el camino de vuelta? ¿Quién la recibirá? ¿Quién le calentará los pies, como antes, cuando llegaba cansada y simplemente decía: «Hola, mi pequeñín».
Recuerda el sonido de su voz. Recuerda cómo se reía cuando intentaba trepar al lavabo. Recuerda cómo dormía en su pecho, escuchando el ritmo de su corazón. Cómo ella a veces lloraba —y él se acostaba al lado, en silencio, simplemente para estar. Los gatos saben estar cerca —como nadie.
Ha pasado un año.
La casa se ha vuelto un poco más gris. Se ha quedado en silencio.
Pero él aún espera. Porque para él, ella no se ha ido. Simplemente se ha retrasado. Quizás necesite un poco más de tiempo. Y él esperará. Después de todo, no tiene prisa.
Así es como luce el amor de un gato. No en los saltos, no en el ronroneo, no en la caricia. Sino en que se queda. Fiel a su silla. A su habitación. A su vida.
Y tal vez, en una de las noches de primavera, ella finalmente abra la puerta. Sonreirá débilmente. Dirá: «¿Me esperaste?».
Y él, como siempre, tocará suavemente su mejilla con su frente.
Porque sí. Él esperó.
Siempre.