HISTORIAS DE INTERÉS

Cómo una sonrisa cambió la decisión de alguien de rendirse

En la parada de autobús soplaba el viento. Era una mañana gris, el cielo cubierto de nubes densas, con los transeúntes caminando con la cabeza baja. Ana estaba allí, abrazándose a sí misma, esperando. No el autobús —ese ya se había ido—. Esperaba otra cosa. Quizás la gota que colmaría el vaso. O quizás, un signo de salvación.

Una sola idea rondaba en su cabeza: “No puedo más”. No lo pensaba en voz alta, ni desesperadamente —era solo cansancio, asentado profundamente. Parecía que todo había perdido su color. Nadie llamaba, nadie esperaba. El trabajo —vacío, la casa —silenciosa. Una amiga se había ido, su hijo ya era adulto y lejos, el marido… bueno, esa historia había terminado hace tiempo. Sólo quedaba ella. Y la lluvia que estaba por empezar.

Gente pasaba por su lado. Algunos con café, otros con auriculares, otros llevando de la mano a un niño. Y de repente, entre esos rostros, una niña. De unos diez años, con una mochila casi más grande que ella. Pasó junto a Ana, pero de repente ralentizó su paso, miró a Ana y… sonrió. Ampliamente, genuinamente. Sin razón aparente.

Ana se quedó petrificada. No era una sonrisa de cortesía. No era automática. Era una sonrisa de corazón. De una niña que no sabe que los extraños pueden tener días difíciles. O tal vez sí lo sabe —y por eso sonríe.

En ese instante, algo tembló dentro de Ana. Como si el corazón recordara por un momento que aún sabía estar vivo. Que incluso en un día gris podría surgir un color. Que alguien la había visto. No de pasada, sino a la cara. Y le había dicho —sin palabras: “Existes. Eres importante”.

La sonrisa de la niña desapareció tras la esquina, y con ella se fue también el deseo de rendirse. De repente, Ana se sentó en un banco y empezó a llorar. Silenciosamente, sin miedo. Solo necesitaba liberar lo que se había acumulado. Y después —respirar. Levantarse. Y seguir adelante.

Ese día se compró un pastel. Llamó a su amiga. Lavo las cortinas. Parecerían nimiedades, pero fue con ellas que empezó el regreso. A sí misma. A la vida. A la luz.

Nunca volvió a ver a aquella niña. Pero cada vez que se encontraba con un rostro tenso en la calle, intentaba hacer lo mismo —regalar una sonrisa. Sin razón. Simplemente porque sabía: una sonrisa puede ser ese ancla. Aquella que no permite hundirse.

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