Al gato de 15 años se le llenaron los ojos de lágrimas, no entendía por qué lo habían dejado sus dueños, qué había hecho mal
Max, un peludo gris, estaba sentado en la puerta de la vieja casa de campo, escrutando con ansias el camino conocido que llevaba a la carretera. Una ligera brisa movía sus bigotes, y en sus ojos, apagados por el cansancio, brillaban lágrimas. Cada coche que pasaba despertaba en él la esperanza: quizás ellos volverían a por él, quizás se darían cuenta de que habían cometido un error y volverían a cogerlo en brazos, como solían hacer cuando era un gatito. Pero el asfalto seguía desierto y el tiempo arrastraba pesadamente.
Max ya tenía quince años. Alguna vez fue un bolita vivaz y juguetona que Emma, entonces una niña de diez años, trajo a casa en una caja. Pasaron los años, y él fue testigo de todas las alegrías y penas de esa familia. Recordaba cómo Emma lloraba después de discutir con sus padres, y entonces él, tan pequeño, saltaba sobre sus rodillas y ronroneaba suavemente bajo su mano. Recordaba cómo ella giraba alegremente por la habitación al recibir la carta de la universidad, sabiendo que tendría que separarse, pero nunca pensó que todo sucedería tan repentina e irrevocablemente.
No entendía qué había hecho mal. No destrozaba los muebles, no maullaba en las noches, excepto cuando sentía tristeza y maullaba suavemente en la ventana, extrañando a Emma. ¿Tal vez porque se había vuelto mayor y necesitaba un poco más de cuidado? ¿O sus dueños decidieron que sería incómodo llevarlo a su nuevo apartamento? Nadie explicó nada a Max. Simplemente recogieron sus cosas y se fueron, dejándolo con un tazón vacío, como si fuera un juguete inútil que olvidaron tirar.
Los primeros días después de que la familia dejó la casa, el gato seguía sentado en el porche, encorvado por el frío. Su corazón latía con ansiedad: cada sonido distante se le antojaba como los pasos de sus dueños. Pero ellos no aparecían. Max se negaba a irse: hasta ese momento la casa siempre había sido su hogar, el lugar donde podía acurrucarse en el sofá y escuchar el suave chapoteo del agua en el baño, donde lo acariciaban, le rascaban las orejas y le ofrecían sus golosinas favoritas.
Días después, Max fue visto por un vecino, un hombre llamado Tom, que se había mudado recientemente a la zona. Observó al gato solitario, mirando fijamente al vacío, y comprendió de inmediato: hacía tiempo que no comía. Tom, sin dudarlo, llamó al gato y le ofreció un cuenco de leche caliente y trozos de pollo. Max se acercó con cautela, y solo entonces el hombre vio las lágrimas en los ojos del gato. Tom no podía creer que los ojos de un gato pudieran llenarse de tristeza y pesar, pero el espectro lo delataba: Max estaba lleno de dolor y miedo.
Tom visitó a los vecinos para saber si los antiguos dueños regresarían. Pero resultó que la casa estaba en venta y la familia se había mudado a otra ciudad sin dejar contacto alguno. Varias personas mencionaron que simplemente se habían cansado del gato, que estaba demasiado viejo y enfermo. Así, las crueles palabras colocaron a Max en la categoría de “mascota que nadie quería”. Pero Tom no pudo aceptar tal injusticia. Se llevó a Max a su casa.
Al principio, el gato todavía merodeaba por la nueva casa buscando algún olor familiar, alguna señal de su vida pasada. Solo podía suavemente ronronear cuando Tom lo acariciaba tranquilamente en la espalda, diciéndole suavemente: “Todo está bien, no estás solo”. Max comenzó a darse cuenta de que este hombre también tenía manos cálidas y un corazón amable. No podría reemplazar a la niña con la que creció, pero podría darle a Max una nueva esperanza de una vejez tranquila.
Pasaron varias semanas. Max comenzó a acostumbrarse a una nueva rutina: las comidas matutinas, las noches tranquilas bajo el crepitar de la chimenea, la música suave que a Tom le gustaba poner. Sin embargo, aún había una sombra de tristeza que no se había disipado completamente de sus ojos. Nunca entendió por qué lo habían abandonado sin siquiera un intento de explicarse o despedirse. Pero en los momentos en que Tom se sentaba a su lado, tomaba al gato en sus brazos y le susurraba palabras tranquilizadoras, Max comenzaba a calmarse de verdad por primera vez. Comprendía que la vida continuaba y que incluso en el final más triste podría haber un rayo de esperanza.
Por la noche, cuando las luces de las casas vecinas se apagaban, Tom se dirigía a la habitación donde ahora había preparado un lugar acogedor para el gato. Max casi estaba dormido, acurrucado en una suave manta y escuchando el leve susurro de los pasos. Sabía que no pasaría hambre, que al día siguiente volverían a alimentarlo, a acariciarlo, y que no lo abandonarían en la calle como un objeto inútil. Quizás esa era la más simple e increíblemente importante de las aspiraciones de un gato: tener un dueño que no lo traicione en su vejez.
Las lágrimas ya no rodaban por los ojos de Max. No había olvidado el dolor de la separación, pero había encontrado un nuevo hogar donde le permitieron sentirse amado nuevamente. Y aunque esta calma y amor solo llegaron ahora, a los quince años, nadie podría quitarle desde ese momento la paz y el afecto que se había ganado con años de lealtad a las personas.