Niña con grandes problemas
— «¿Por qué quieren a una niña con tantos problemas?» — preguntó con frialdad la directora del centro de acogida, clavando la mirada en la mujer del abrigo.
— «Tenemos pequeños sanos, inteligentes, con futuro. Pero esta… esta nació con un diagnóstico. ¿Para qué arruinarse la vida?»
Clara no apartó la mirada.
— «Es una persona. Es una niña. Me da igual lo que diga su expediente. Yo he venido por ella».
La directora soltó una sonrisa sarcástica, negó con la cabeza como diciendo «allá tú» y firmó los papeles. Una hora después, en los brazos de Clara estaba una niña delgadita, de cuatro años, abrazando un conejo de peluche viejo.
Se llamaba Lucía. Apenas hablaba. Miraba siempre hacia abajo, como si esperara un golpe.
— «Lucía, ahora soy tu mamá. Vamos a casa».
La niña no respondió. Solo apretó más fuerte su peluche.
Los primeros meses fueron un desafío. Lucía no entendía los abrazos. No comprendía por qué Clara le acariciaba el pelo, por qué le leía cuentos cada noche o la besaba en la mejilla. A veces se escondía debajo de la mesa, tapándose los oídos, susurrando palabras sin sentido.
— «Clara, estás perdiendo el tiempo. Te estás destrozando sola. ¿Para qué quieres esto?» — le repetían las amigas.
Y sí, el primer año fue un infierno. Lucía no sonreía nunca. Cuando Clara intentaba cargarla, su cuerpecito se tensaba, rígido, como un animal asustado. Los médicos advertían:
— «Tiene retraso en el desarrollo. Es posible que nunca alcance a sus compañeros».
Pero Clara no se rendía.
Cada mañana se sentaba a su lado con una paciencia que solo da el amor.
— «Mira, Lucía… este es el sol. Calienta».
La niña apartaba los ojos.
No sabía lo que era el calor. En el centro solo recibía cuidados básicos: comer, dormir, asearse. Nadie la abrazaba, nadie le decía «eres mía».
Un día de invierno, al recogerla del logopeda, la terapeuta suspiró:
— «Avanza muy poco. No repite. Las palabras no salen».
Clara sonrió.
— «Los ríos también empiezan siendo un hilo de agua. Ya fluirá».
Esa noche abrieron juntas un libro de dibujos.
— «Gato».
Silencio.
— «Perro».
Lucía volvió la cabeza.
Y entonces, casi inaudible, murmuró:
— «Conejo».
A Clara se le llenaron los ojos de lágrimas.
Era su primera palabra.
Desde aquel día, Lucía empezó a hablar: despacio, torpemente, pero sin detenerse. A los cinco años decía apenas veinte palabras. A los siete ya formaba frases enteras.
Cuando llegó la hora de la escuela, Clara decidió que iría a una clase normal. Los profesores dudaron:
— «Es muy tímida, muy distinta. ¿Para qué hacerla sufrir?»
Pero ella insistió.
El primer curso, Lucía se sentaba al fondo, en silencio, mirando por la ventana. Los compañeros se burlaban. La llamaban rara.
Todo cambió en tercero: empezó a dibujar.
Sus garabatos se volvieron dibujos completos, llenos de color y fuerza, como si su mundo interno se desbordara sobre el papel. La profesora de arte visitó a Clara:
— «¿Se da cuenta de que su hija tiene un don? Un talento real».
Clara lloró de orgullo.
A los doce, Lucía seguía siendo distinta. Podía pasar horas con los pinceles, sin notar el tiempo. Solo tenía una amiga: Inés, la hija de los vecinos, convencida de que los artistas siempre son “de otra galaxia”.
En la secundaria, el acoso empeoró. Pero cada tarde Lucía regresaba al caballete y pintaba tormentas, mares, sombras… y, poco a poco, amaneceres.
Clara entendió que ese era su idioma.
Una noche la niña confesó:
— «Mamá… a veces siento que no debería haber nacido».
Clara la estrechó fuerte:
— «Tú eres mi mejor decisión. Si tú no estuvieras, yo tampoco sabría para qué vivir».
Lucía guardó esas palabras como un tesoro.
A los 15, sus obras fueron enviadas a un concurso de la ciudad. El jurado quedó boquiabierto:
— «Hay verdad en estos cuadros. Aquí habla alguien que ha vivido mucho».
Lucía ganó el primer premio.
Subió al escenario temblando. Pero en primera fila estaba Clara, sonriendo. Y eso bastó.
Los profesores de la Escuela Superior de Arte la descubrieron.
— «Su hija es excepcional», dijo un maestro examinando sus lienzos.
Clara solo asintió. Para ella, Lucía era su niña, no un prodigio.
Lucía ingresó en la universidad, pese a la competencia feroz. Los primeros meses fueron durísimos. El ruido, la presión, los nuevos entornos la absorbían. Se encerraba en su habitación a oscuras.
Inés seguía siendo su único refugio. Venía a verla, la sacaba a caminar.
— «Tu mundo es inmenso. No lo escondas», le repetía.
Y Lucía siempre volvía a los pinceles.
En tercero sus obras ya se exhibían en pequeñas galerías. Los críticos escribían:
— «Una joven artista cuya pintura es un combate entre la luz y la sombra».
Clara guardaba cada recorte de periódico.
Hubo recaídas, noches de angustia, heridas invisibles y visibles. Pero la terapia ayudó. Lucía aprendió a transformar su dolor en arte.
A los 23, su primera exposición en Madrid llenó la sala.
La gente lloraba frente a sus cuadros.
Un periodista le preguntó:
— «¿Cómo empezaste en el arte?»
Lucía sonrió.
— «Porque un día, una mujer entró a un centro de acogida y dijo: ‘He venido por ella’. Desde entonces, pinto el mundo con sus ojos. Ella es mi madre».