El teléfono olvidado en el parque se convirtió en el comienzo de una historia que cambió la vida de alguien…
María salió a trabajar más temprano de lo habitual. Los fines de semana, después de que los jóvenes pasaban tiempo en el patio, siempre quedaba mucha basura, y ella llegó de madrugada para poder hacerlo todo. Trabajaba como barrendera desde hace muchos años, no por buena vida, pero dejó de quejarse hace mucho tiempo. En el pasado, todo era diferente. Su mundo era completamente distinto cuando era madre de un niño pequeño, por quien vivía y respiraba.
Tuvo a su hijo en una edad tardía, ya pasada los cuarenta. Le costó mucho establecer una vida personal, y luego simplemente decidió: si no se da con los hombres, criará al hijo sola. Y lo crió. Con cariño, con cuidado, con esperanza en un futuro mejor. El chico era inteligente, guapo, solo le preocupaba una cosa: el barrio en el que vivían. Soñaba con salir de allí.
– ¡Cuando crezca, seré un verdadero hombre! – le decía con confianza.
– Claro que lo serás, hijo. Lo lograrás, – respondía María.
Cuando cumplió dieciséis, se mudó más cerca del lugar donde estudiaba. A María le costó dejarlo ir tan pronto, pero respetó su decisión. Prometió venir más a menudo, y al principio lo hacía. Pero luego apareció su novia, y el tiempo parecía esfumarse. Cada vez menos venía a casa, aunque María guardaba el resentimiento e intentaba no cargarlo con ello.
Y luego regresó inesperadamente… y de inmediato dijo que estaba mortalmente enfermo. María quedó aturdida. No entendía por qué la vida le hacía eso a su hijo. Los médicos dieron una débil esperanza: se podía intentar un tratamiento, pero en otra clínica, caro, casi inasequible.
María no lo pensó ni un segundo. Vendió su apartamento. Casi no dormía, corría por los hospitales, se aferraba a cualquier oportunidad. Pero una noche sonó el teléfono.
– Su hijo ya no está, – informó secamente el médico.
María ya no quería vivir. El mundo se volvió vacío, frío, innecesario.
Pero la vida seguía empujándola hacia adelante, de alguna manera, al menos por inercia. Continuaba trabajando, levantándose de madrugada, barriendo, recogiendo basura. Al menos eso aliviaba un poco el dolor.
Esa mañana estaba nuevamente en el patio, cuando vio al vecino que, como de costumbre, paseaba a su perro.
– Buenos días, – dijo él alegremente.
– Buenos, – respondió María.
– Me desperté temprano, decidí pasear al perro. Y charlar un poco contigo, – sonrió.
Llevaba tiempo prestándole atención, con delicadeza, sin ser intrusivo. A María le intimidaba un poco, pero también le agradaba que al menos alguien preguntara cómo estaba.
Cuando él se fue, María volvió a su trabajo. Y entonces vio un teléfono en el banco. Lo recogió, miró a su alrededor, no había nadie. Encendió la pantalla para identificar al propietario y enseguida vio las fotos. Y se quedó helada. En las fotos estaba su hijo. Su niño. Vivo. Sonriente. Tal como lo recordaba.
María rompió a llorar ahí mismo.
– Hijito… mi hijito… – susurraba.
Y de repente sonó el teléfono. Se asustó, pero al final respondió.
– ¿Aló? Perdí mi teléfono… ¿puedo recogerlo? – preguntó una voz femenina.
María le dictó la dirección.
Después de un rato, tocaron la puerta. Allí estaba una joven, Ana. Detrás de ella estaba un joven. María lo miró… y su corazón se hundió.
– ¿De dónde son las fotos de mi hijo en ese teléfono? – preguntó apenas audible.
– ¿De quién? – no entendió Ana.
El joven dio un paso adelante.
María gritó y perdió el conocimiento.
Cuando los médicos la hicieron recobrar el sentido y se fueron, Ana explicó:
– Nos veíamos con su hijo. Pero cuando le dije que estaba esperando un hijo… desapareció. Pensé que simplemente se había asustado.
María negó con la cabeza:
– No, chica. Se enfermó. No quería ser una carga para nadie, ni siquiera para ti. Él ya no está desde hace tiempo…
Ana palideció.
– Yo… no lo sabía…
Luego llamó al joven:
– Martín, acércate.
El joven entró.
– ¿Sí, mamá?
– ¿Recuerdas que te dije que tu padre nos dejó? No era cierto. Estaba enfermo. Murió antes de que nacieras. Y ella… es tu abuela.
María no pudo contener las lágrimas.
– Ven aquí, hijo… – susurró.
El joven se acercó tímidamente y la abrazó. Como si ella lo hubiera estado esperando toda su vida.
Ana sonrió entre lágrimas:
– ¿Tal vez podrías venir a visitarnos? Necesitamos una abuela.
– No me mudaré, – dijo María suavemente. – Pero estaré cerca. Seguro.
En ese momento sonó un golpe en la puerta.
En el umbral estaba el vecino con un gran ramo de flores.
– Esto es para ti. ¿Quizás… salimos a pasear?
María sonrió por primera vez en muchos años.
Ana y Martín asomaron la cabeza desde la cocina:
– ¿Nos llevas contigo?
El vecino se rió:
– Si se portan bien.
Dos meses después, María se convirtió en su esposa.
Y en su hogar apareció la risa, las tartas, las conversaciones, las patas del perro corriendo por el pasillo, y un chico que todos los días se asomaba a ella:
– Abuela, ¿qué hay de cena hoy?
Y le parecía que la vida finalmente había vuelto a donde pertenecía.