El hijo eligió a su padre y a su rica esposa. Cuatro años después, volvió a mí pidiendo ayuda
Cuando mi matrimonio con Martín llegó a su fin, no guardé rencor. Éramos diferentes. Él amaba el lujo, el ruido, las nuevas experiencias. Yo amaba la tranquilidad, el orden, las caminatas matutinas con una taza de café. No luchamos por los bienes, solo por una cosa: por Adán.
Nuestro hijo estaba en el umbral de la adolescencia en ese momento. Trece años. Demasiado maduro para no tener opinión, demasiado joven para entender lo que estaba eligiendo. Propuse una custodia compartida, pero Martín fue directo:
— Él quiere vivir conmigo. Con Ann. Allí tendrá su propio cuarto, piscina, viajes. Tú no puedes darle lo que yo puedo.
Podría haber luchado. Pero miré a mi hijo, que brillaba con palabras como “nuevo iPad”, “viajes”, “bicicleta con motor propia”. Y lo dejé ir. Dije:
— Está bien. Pero recuerda, Adán, las puertas de mi casa siempre están abiertas. Siempre.
Me abrazó al despedirse, no muy fuerte. Recuerdo estar parada en los escalones, observando cómo el auto se alejaba, y en su ventana se reflejaba el sol que ya no me calentaba.
Los primeros meses llamaba. Luego, cada vez menos. Las redes sociales me mostraban que estaba bien: esquí en invierno, yates en verano, ropa de marca, fotos de fiestas en la villa. Aprendí a dejarlo ir. Viví mi vida. Trabajé. Adopté un perro. Le escribí cartas, incluso si él no respondía. A veces enviaba libros, aquellos que habíamos leído juntos. No había respuestas.
Pasaron cuatro años.
Una tarde, ya al anochecer, alguien golpeó. En el umbral estaba él. Más adulto. Delgado. Con ojos cansados.
— Mamá…
Y supe que algo andaba mal.
Nos sentamos en la cocina. Comió sopa, lentamente, como si recordara el sabor de algo real. Y luego comenzó a hablar.
Ann se había ido. Se llevó todo. Martín, habiendo perdido el negocio, vendió la casa. Aparecieron deudas. Discusiones. Gritos. Luego, indiferencia. Nadie esperaba a Adán en casa. Vivía entre personas que estaban demasiado ocupadas con sus propios escombros como para notar que él se ahogaba.
— Pensé que había elegido la libertad. Pero elegí la soledad. No escribí porque me daba vergüenza. Y ahora… ahora solo te necesito a ti.
Lo abracé. No porque lo hubiera perdonado todo. Sino porque él es mi hijo. Y porque, como prometí, la puerta estaba abierta.
Comenzamos de nuevo. Él trabajó en un almacén, yo lo ayudé con los documentos, él aprendió a reír de nuevo. Volvió a ser mi niño, pero ya era otro. Con experiencia. Con dolor. Con una elección por la cual ahora él mismo era responsable.
¿Podrían ustedes perdonar a un hijo que se alejó de ustedes por otra vida? ¿O hay heridas que nunca cicatrizan?