HISTORIAS DE INTERÉS

Un niño llevaba comida todas las mañanas a un gato callejero, hasta que un día encontró un regalo inesperado en la puerta de su casa

Lo vio por primera vez en otoño, al volver de la escuela. Entre los contenedores de basura se encontraba encogido un gato flaco y atigrado con una oreja desgarrada. No pedía ayuda, pero su mirada, de unos ojos amarillos, denotaba alerta y cansancio. El niño sabía que en su casa no le permitirían llevar un animal, así que decidió ayudar de otra manera.

Al día siguiente tomó un trozo de jamón del comedor y lo colocó en la acera, cerca del gato. Este simplemente miró la comida, luego al niño, y tras unos segundos de duda, la comió. Así comenzó su pequeño ritual silencioso.

Cada mañana, el niño salía un poco antes para dejar una pequeña porción de comida junto a una pared. A veces era lo que sobraba de la cena, otras veces un trocito de queso o un huevo cocido. El gato nunca se acercaba demasiado, pero siempre estaba esperando. Poco a poco, empezó a salir de su escondite un poco antes, observando cuidadosamente antes de comer, ya en presencia del niño.

Pasó el invierno y llegó la primavera. El niño sabía que la vida de un gato callejero era corta, pero aquel felino atigrado parecía tener una fortaleza admirable. Ya no se veía tan desgastado; su pelaje estaba más espeso y sus movimientos, más seguros. El niño comenzó a pensar que quizá, algún día, el gato decidiría seguirlo a casa.

Pero una mañana todo cambió. Como de costumbre, salió de casa con un trozo de jamón en el bolsillo, pero el gato no estaba. Miró a su alrededor, aguzó el oído: silencio. Dejó la comida en el lugar habitual y se fue a la escuela con una sensación de pesadumbre en el corazón.

Cuando regresó, la comida seguía intacta. La mañana siguiente tampoco trajo novedades. No sabía qué pensar. ¿Y si le había ocurrido algo al gato? ¿Y si había encontrado otro lugar o, lo que era peor, algo malo le había pasado?

Pero al tercer día encontró algo extraño frente a la puerta de su casa. Era un pequeño paquete: unas hojas secas bien ordenadas y, entre ellas, un juguete de plumas. Infantil, como los que usan los gatitos cuando juegan.

El niño se detuvo en seco. Lo entendió inmediatamente. Al recoger el paquete, sintió un nudo en la garganta. No sabía si volvería a ver a su amigo atigrado alguna vez, pero aquel regalo era demasiado significativo para ser una coincidencia.

Se quedó mucho rato parado en la entrada de casa, sosteniendo en sus manos aquel mensaje de despedida tan simple y a la vez infinitamente valioso.

Pasaron semanas, pero el gato no volvió a aparecer. Todas las mañanas el niño seguía saliendo, con la esperanza de divisar aquella silueta familiar, pero el lugar donde solía estar el atigrado seguía vacío.

Una vez escuchó un pequeño maullido proveniente del callejón detrás de su casa. Su corazón dio un vuelco: era un sonido que ya conocía. Allí, entre unas cajas de cartón apiladas, había tres pequeños gatitos acurrucados. Eran diminutos, ciegos, y temblaban.

El niño se acercó con cuidado. No sabía a dónde había ido su amigo atigrado, pero en ese momento todo cobró sentido. Aquello había sido su último gesto, su petición final de ayuda.

Con suavidad, levantó al más débil de los gatitos y sintió una cálida sensación en el pecho. No podía dejarlos allí. En ese instante comprendió que haría por ellos lo mismo que había hecho alguna vez por su padre: no los dejaría solos.

Así, en lugar de un solo gato callejero, llegaron tres a su vida. Y aunque el gato atigrado ya no estaba, la memoria de él vivía en esas pequeñas criaturas a quienes, tiempo atrás, había confiado su última esperanza.

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