Una madre soltera construyó una cuna con ramas para su bebé cuando ningún vecino respondió a sus llamados de ayuda
La tormenta llegó de repente. Elizabeth se despertó por el estruendoso crujido: un viejo roble que crecía cerca de su pequeña casa, en las afueras del pueblo, no pudo resistir el embate de la naturaleza. Apenas tuvo tiempo de coger a Oliver, su bebé de cuatro meses, de la cuna, cuando el techo de la habitación infantil se desplomó, enterrando bajo los escombros todas las pertenencias de la joven madre.
Empapada hasta los huesos, abrazando con fuerza al bebé envuelto en una manta, Elizabeth golpeó una puerta tras otra en casa de sus vecinos. Una a una, las luces de las ventanas se apagaban y las cortinas se cerraban de golpe: nadie quería abrirle la puerta en mitad de la noche a esa mujer desconocida, que había llegado al pueblo solo un mes atrás. Elizabeth no los culpaba: una madre soltera con un bebé, sin marido ni familiares cerca, despertaba en los habitantes del lugar más recelo que compasión.
Al amanecer, la lluvia cesó. Helada y desesperada, regresó a lo que quedaba de su hogar destruido. Bajo el cobertizo del granero, milagrosamente intacto después de la tormenta, Elizabeth improvisó un refugio temporal. Oliver respiraba profundamente, todavía dormido, pero pronto se despertaría hambriento e inquieto. No tenía nada: ni teléfono para pedir ayuda, ni dinero para un taxi que la llevara al pueblo más cercano, ni siquiera una cuna para su hijo.
La desesperación dio paso a la determinación. Con los restos de madera esparcidos por el patio, empezó a construir una especie de cuna. Sus manos, habituadas al teclado del ordenador (antes de su baja por maternidad, Elizabeth trabajaba como contadora), comenzaron a sangrar por las astillas, pero no se detuvo. Las ramas se unían con trozos de cuerda que encontró en el granero, y el fondo lo cubrió con los retazos de ropa que habían sobrevivido.
Al mediodía, la cuna improvisada estaba lista. No era bonita, pero era firme y lo suficientemente cómoda para colocar a Oliver. Elizabeth depositó a su hijo en su creación y, por primera vez en esa interminable noche, se permitió sentarse. Fue en ese preciso momento cuando escuchó una voz:
«¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí?»
En el camino estaba de pie una mujer de mediana edad con una cesta de comestibles. Era Sophie, una maestra de la escuela local que vivía a dos kilómetros de allí. No había oído los golpes de Elizabeth en la noche, pero al regresar del mercado, notó la casa destruida.
«Yo… nosotras… ya no nos queda nada», fue lo único que logró decir Elizabeth antes de que las fuerzas la abandonaran por completo.
Sophie no hizo preguntas innecesarias. Simplemente se llevó a la madre y al bebé a su casa. Esa misma noche regresó con algunos hombres del pueblo para evaluar los daños y rescatar lo que aún pudiera salvarse.
La cuna improvisada hecha de ramas quedó en el patio, como un testimonio silencioso de la indiferencia y, al mismo tiempo, un símbolo del amor maternal capaz de obrar milagros hasta en las situaciones más desesperadas.
La historia de Elizabeth se propagó rápidamente por la región. Aquellos que no le habían abierto la puerta la noche de la tormenta ahora llevaban ropa para el bebé, alimentos, o se ofrecían a ayudar con la reconstrucción de su hogar. Algunos lo hacían por culpa, otros por verdadera compasión.
Cuando, tres meses después, Elizabeth regresó a su casa restaurada gracias al esfuerzo colectivo, llevó consigo aquella misma cuna. Limpia, tratada y decorada con grabados por un carpintero local, ocupó un lugar especial en la habitación de Oliver.
«La conservaré para siempre», le confesó Elizabeth a Sophie en la inauguración de la casa. «Para no olvidar no solo aquella noche terrible, sino para recordar también que, aunque parezca que estás completamente sola, siempre habrá alguien dispuesto a tenderte una mano. Aunque tarde en llegar».