HISTORIAS DE INTERÉS

El día en que mi nieta me llamó por primera vez “mamá”: El camino de un tutor hacia el amor verdadero

Nunca pensé que volvería a escuchar esa palabra dirigida a mí.

Hace muchos años, cuando mis hijos eran pequeños, “mamá” resonaba diariamente en mi hogar. Al principio era un balbuceo inseguro, luego gritos insistentes, y más tarde, lleno de caprichos, peticiones e incluso reproches. Pero los niños crecieron, se fueron, y mi casa se llenó de silencio.

Cuando mi hijo tuvo una hija, no esperaba que años después llegaría a ser para ella no solo su abuela, sino la única persona que podría criarla. Después de la tragedia que se llevó a sus padres, tomé la decisión de traerla a vivir conmigo, a pesar de mi edad, el cansancio y las dudas que me atormentaban durante largas noches.

Al principio, todo era difícil. Ella tenía solo tres años, pero ya entendía que su mundo se había desmoronado. No lloraba, no preguntaba dónde estaban mamá y papá, solo se encerró en sí misma. Sus grandes ojos reflejaban una tristeza indescriptible que me aterraba. No quería comer, solo se dormía después de ser acunada durante mucho tiempo e incluso en la calle se mantenía alejada de otros niños.

No sabía cómo derretir el hielo en su pequeño corazón. Le decía palabras cariñosas, cocinaba sus platos favoritos, le leía cuentos por la noche, pero entre nosotras seguía existiendo una barrera invisible.

Las primeras señales de confianza aparecieron de repente: una noche simplemente se acercó a mí, se sentó a mi lado y apoyó su nariz en mi hombro. Sentí cómo sus diminutos dedos apretaban mi mano. Entonces entendí que íbamos por el camino correcto, pero aún había un largo camino hacia el auténtico afecto.

Pasaron meses. Aprendíamos la una de la otra de nuevo: ella se acostumbraba a su nuevo hogar, a mi voz, a que siempre estuviera a su lado. Yo volvía a aprender a tener paciencia, a cuidar, a repetir incansablemente las mismas frases que tranquilizan a un niño. Me acostumbraba a ser no solo abuela, sino la persona cuyo futuro dependía de mí.

Pero incluso cuando comenzó a confiar en mí, había una palabra que nunca pronunciaba. Sabía quién era yo. Sabía que era su abuela, y nunca intentó llamarme de otra forma.

Y entonces, un día, en uno de esos días ordinarios, todo cambió.

Estábamos regresando del parque. Ella corría delante de mí, saltando alegremente, mientras yo la seguía, admirando su rostro animado. Al llegar a la casa, de repente se giró, sonrió ampliamente y gritó:

— ¡Mamá, ¡ven más rápido!

Me detuve en seco.

El mundo a mi alrededor se detuvo.

Ella no notó mi desconcierto, simplemente siguió riendo y saludándome con la mano.

No sabía qué decir. Sentía dentro de mí una mezcla de miles de emociones: alegría, amor, miedo. Parecía que solo con una palabra, se había esparcido por mi pecho un calor que me hacía querer reír y llorar al mismo tiempo.

Me acerqué a ella, me incliné, la miré a los ojos claros y le pregunté con cautela:

— ¿Me llamaste mamá?

Ella asintió, como si fuera lo más natural del mundo.

— Sí, eres mamá, — dijo simplemente encogiéndose de hombros.

Y comprendí que para ella esta palabra no significaba algo biológico, sino alguien que está allí, que ama y cuida, que cada día revisa si sus manos están calientes, quien la arropa por la noche y le da un beso en la coronilla antes de dormir.

En ese momento, todas mis dudas se desvanecieron. Ya no necesitaba pensar si estaba haciendo un buen trabajo o si era suficientemente buena para ella. En sus ojos, yo ya era quien tenía que ser.

La abracé y susurré:

— Sí, soy tu mamá.

Y desde ese día, nunca me llamó de otra forma.

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