Abandonado, temblaba de frío, pero aún así creía en la gente, creía que lo rescatarían
Hubo un tiempo en que Barney era el consentido. Un retriever blanco como la nieve con ojos amables y suaves y una cola siempre alegre, era la alegría de una familia. Barney adoraba a los niños, quienes no podían imaginar su infancia sin él, y siempre los vigilaba cuando jugaban al aire libre. Cada día recibía a sus dueños en la puerta, moviendo la cola con tanto entusiasmo que parecía que en cualquier momento podría despegar de felicidad.
Pero un día, todo cambió.
La familia se mudó a otra ciudad, y Barney dejó de ser parte de sus planes. Lo dejaron en una calle vacía, cerca del parque donde solían pasear. En ese momento, él aún no entendía que su mundo se había desmoronado. Barney corrió tras el coche, intentando alcanzar a sus dueños, pero se alejaban más y más hasta desaparecer detrás de la esquina.
Esperó mucho tiempo a que regresaran. Sus ojos ingenuos y llenos de esperanza miraban con atención cada coche que pasaba, pero no volvió a ver los rostros de sus seres queridos. Al principio, Barney no se movía del lugar donde lo habían dejado. Pasaron días, luego semanas. Al principio, los transeúntes le dejaban algo de comer, alguien incluso intentó acariciarlo, pero Barney no quería irse. Él esperaba. Él creía.
Llegó el invierno. La nieve cubrió la tierra, y con ella a Barney, quien encontró refugio cerca de una tienda abandonada. Una vieja manta, arrojada por alguien en un basurero, se convirtió en su única fuente de calor en las noches heladas. Cada día tenía menos fuerzas. La gente cada vez prestaba menos atención a él, y solo ocasionalmente alguien le dejaba un trozo de pan.
Barney esperaba que su vida anterior regresara. Esperaba ver rostros familiares, oír los gritos de alegría de los niños y sentir una mano cálida acariciándolo en la cabeza. Pero los días pasaban, y el frío incesantemente penetraba en su envejecido cuerpo, envolviéndolo como aquel viejo y desgastado cobertor.
Una mañana, un transeúnte se acercó a Barney. Vio al perro temblando de frío y notó en sus ojos no solo cansancio, vio desesperación, añoranza por un pasado que Barney nunca recuperaría. El hombre se quedó un rato junto a él, se agachó y lo acarició en la cabeza, diciéndole suavemente: “Lo siento, viejo amigo. Te merecías algo mejor.”
Barney movió la cola débilmente en señal de gratitud. En ese momento, tal vez por primera vez en mucho tiempo, sintió que a alguien le importaba. Tal vez Barney no entendía por qué lo abandonaron, pero sabía una cosa: el amor que le dio a sus dueños era verdadero, y se mantuvo fiel a eso hasta el final.
Cuando la noche cayó sobre la ciudad y la nieve continuó cayendo, Barney se acurrucó bajo su vieja manta, apoyando la cabeza sobre sus patas. Sus ojos se cerraron lentamente, y por última vez, se imaginó corriendo de nuevo por un campo verde junto a los niños, oyendo su risa y sintiendo el calor del hogar que tanto amaba.
Barney se fue, dejando tras de sí el silencio de una noche de invierno. Pero cada vez que alguien pasa cerca de su manta en la esquina de la calle, sienten un ligero escalofrío que les recuerda que los perros permanecen leales, incluso cuando las personas lo olvidan.